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MARCELO PALACIOS ALONSO | Médico, exdiputado nacional y presidente de la Sociedad Internacional de Bioética (SIBI)

"Le dije a un alemán que Asturias es más bella que el Tirol y pudimos traer aquí la Convención de Bioética"

"La mano siempre me había atraído mucho y en Gotemburgo trabajé con el profesor Moberg, que se había especializado en su cirugía observando cómo trabajaban los relojeros con su fino instrumental"

Marcelo Palacios y su madre, Ramona Alonso.

A Marcelo Palacios Alonso (Candás, 1934) le dijo un día el presidente de la Comisión de Ciencia y Tecnología del Consejo de Europa, el alemán alsaciano Christian Lenzer, que la Convención Internacional de Bioética que él había propuesto se celebraría en Madrid. Entonces, el médico tiró de su tierra y le dijo: "Tendría que ser en Asturias, que es una tierra más bella que el Tirol". Lenzer no se lo creyó, pero Palacios insistió: "Eso no lo digo yo, sino que lo afirmó un alemán, Guillermo Schulz, y lo dejó escrito en una placa colocada en los Picos de Europa". Ante ese argumento, Lenzer cambió de opinión y la cita se denominó finalmente "Convención de Asturias de Bioética", y se celebró entre Oviedo y Gijón en 1997. Tal hecho constituye uno de los mayores orgullos de Marcelo Palacios, que antes de dedicarse a la Bioética había estudiado Medicina en Valladolid y Madrid, para especializarse después en Alemania desde 1962 hasta 1968, en las disciplinas de Cirugía General, Traumatología, Ortopedia o cirugía de la mano y reconstructiva de quemados, entre otras.

Al volver a Asturias trabajó en varios centros sanitarios (Jove, las clínicas Cataluña y El Carmen, o la clínica deportiva del Grupo Covadonga), y después obtuvo la plaza en la Policlínica de la Casa del Mar de Gijón, de la que fue director. Tras militar en la Democracia Socialista Asturiana (DSA) y en el Partido Socialista Popular (PSP), se afilió al PSOE y en las elecciones municipales de 1979 accedió al Ayuntamiento de Gijón como vicealcalde y presidente de la Comisión de Sanidad. En los comicios de 1982 fue elegido diputado en el Congreso, donde fue autor y ponente de distintas leyes y proposiciones (Sanidad, Ciencia, Reproducción Asistida y Clonación). En 1986 fue designado por el Parlamento como miembro del Consejo de Europa, en el que presidió la Comisión de Bioética y propuso la citada Convención sobre Derechos Humanos y Biomedicina. De 1996 a 2000 vuelve a la Casa del Mar hasta su jubilación. En 1997, con el apoyo del Ayuntamiento de Gijón, crea la Sociedad Internacional de Bioética (SIBI), al frente de la cual continúa en el presente. Marcelo Palacios dicta sus "Memorias" para LA NUEVA ESPAÑA en esta primera entrega y otra más, mañana, lunes.

El despertador de las conserveras. "Nací en Candás, el 21 de agosto de 1934, donde mis padres, Ramona y José María, tenían una tiendina y una panadería pequeña. Mi padre era de izquierdas, de la CNT, estuvo en la guerra y después en varios campos de concentración, en San Pedro de Cardeña o en Calatayud. Cuando fui diputado volvía del Parlamento en autobús y paraba en Salamanca, en el Archivo de la Guerra Civil, donde puede reconstruir lo que le pasó a mi padre. Fuimos tres hermanos, Ángel, Marcelo y María Enedina, y de Candás recuerdo especialmente la actividad conservera, porque allí estaban Albo, Herrero, Portané, Alfageme, Remo, Mar Domingo? o fresquerías como la de Panín. Las fábricas empezaba muy temprano y había un despertador diario, que era el ruido de las madreñas de las trabajadoras, que también cantaban durante la faena: 'Mi bella Lola', 'Salió de Jamaica', 'Candás tiene tres cosas'? Dicen que se mandaba cantar en algunos sitios para rendir más, pero en Candás era algo que iba con el espíritu de aquellas mujeres".

Barcazas de ferrocemento. "Yo iba a las fábricas de Albo y Herrero a buscar cabezas de bonito, y con un tío mío las tirábamos como cebo para que el pescado se acostumbrara. Luego íbamos allí a pescar una vez a la semana. Había pescadores de pedrero, de costa y caña, muy buenos, y las puestas eran sagradas porque a nadie se le ocurría ocupar el sitio de otros. De Candás guardo muchos recuerdos, pero fundamentalmente el de las mujeres de la paxa, las pescaderas que vendían pescado y lo llevaban en un barcal encima de la cabeza. Eran inconfundibles, con una sabiduría natural y humilde, con coraje y un peculiar sentido del humor, unos valores que raramente encontré en otras universidades de la vida. Les dediqué una novela, 'La leyenda del Creteforge'. Durante la Primera Guerra Mundial, los ingleses construyeron unas barcazas de ferrocemento, para no perder tanto acero en los barcos que les hundían los submarinos alemanes. Hacia 1926, siete de esas barcazas llegaron a Avilés, cinco a El Musel y dos a Candás, para reforzar el muelle. A una la llamábamos el 'Barcón', en la punta y la otra era el 'Creteforge', en el espaldón. Eran lugares de aventuras y al estar huecas nos metíamos en ellas, hasta que empezaron a crecer muchas algas terroríficas que se movían de un lado a otro y cada vez te dejaban menos sitio".

Regreso terrorífico. "Estudié en la escuela y el Instituto de Candás y después en Oviedo, viviendo en la Tenderina baja con un compañero de mi padre, Fausto. Mi padre decía que él le había salvado la vida, porque en el campo de concentración les daban para comer un cacho de pan, y como tenía tanta hambre se lo comía en seguida, pero Fausto se lo cogía, lo partía y le decía que guardara un pedazo para el día siguiente, por si no había comida. Desde entonces, mi padre tenía siempre un trozo de pan consigo. Después estudié en Gijón, en la Academia Hispano Americana, con don Antonio y don Arsenio. Salía de Candás a la seis de la mañana, en un tren en el que iba un trabajador de Moreda que cantaba tangos muy bien: 'Mi Buenos Aires querido', 'Yira, yira'?, pero el tango no está hecho para cantarlo a las siete de la mañana, ya a la altura de Tranqueru los pocos viajeros se quejaban. Después fui a la Academia Politécnica, que estaba al lado del cine Los Campos. Los directores eran don Severino y don Amando Villamandos, uno sacerdote y el otro seglar, buena gente. Allí conocí a muchos amigos entrañables, Pachu Rimada, Falito Santos, Iglesias, Argüelles, Fernando Pelayo, Carmelo? Yo y el Candasu hacíamos muchas perrerías, con lo que nos castigaban a quedar más tiempo por la tarde. 'Profe, que el Candasu va a perder el tren'. A veces el profesor se ablandaba y me dejaba marchar, pero algunas veces tuve que ir andando hasta Candás, que era terrorífico, porque me metía para atajar por el túnel de Aboño en El Musel. Si era invierno y anochecía pronto, cogía palos y piedras por si los necesitaba".

El corazón al otro lado. "Terminé el Bachillero y fui a estudiar Medicina a Valladolid, la mitad de la carrera, y luego a Madrid, con el doctor Jiménez Díaz, un hombre extraordinario. A los profesores que nos tutelaban les decía: 'Enseñen a estos chicos a reflexionar o habrá que enseñarles a ustedes'. Un día pasó esto que voy a contar y que parece un chiste. Jiménez Díaz le dijo a un alumno que auscultase a un paciente. 'A ver qué tiene este señor'. El alumno dijo: 'Yo creo que un soplo en la aorta'. Pasaron tres o cuatro y lo mismo, hasta que uno dijo: 'Yo no oigo nada', y el doctor comentó: 'Aprendan ustedes a ser objetivos y si no oyen nada, díganlo; este señor tiene el corazón al otro lado'. Al acabar la carrera, mi hacienda era escasa y tuve que trabajar de inmediato. Fui de médico rural a Urueña, un pueblo de Valladolid, zona agraria en manos de dos o tres latifundistas. Allí me encontré con muchísimo raquitismo y con que en los días siguientes a que el pescadero trajera su género en moto, totalmente machacado, había todo tipos de colitis y diarreas. Con un burrín que era un terco tremendo iba a ver pacientes a cuatro o cinco kilómetros".

Extranjeros por las vías del tren. "Pero no encontré más trabajo. Mandé mil instancias y nada, así que decidí irme a Francia, donde tenía muchos familiares exiliados. Me fui con un poco de dinero que me dieron en casa y otro poco que me dejó un amigo, pero en Francia no había posibilidades de convalidación. Me fui a Alemania y el primer problema que tuve fue salir de la estación, porque no tenía ni idea de alemán. Fui a un centro de españoles que estaba debajo de una iglesia de Colonia, ciudad en la que muchos extranjeros entraban por las vías de los trenes de mercancías. Los extranjeros no eran ni los suecos, ni los daneses; lo eran españoles, italianos, turcos o marroquíes, y la forma de recibirlos me soliviantaba. Comencé a trabajar de peón en una fábrica de acero, Dango & Dienenthal. Se enteraron de que yo era médico y me llamó el señor Dienenthal, un hombre cultivado, aunque con el español le iba fatal porque no tenía más que discos folclóricos. Me asignó a una persona que me acompañara, un soldador que no hacía más que beber cervezas y algunos dibujos con la chapas. Pero Dienenthal me lo explicó: 'Durante la guerra tuvimos que huir de aquí, pero él se quedó, se jugó la vida y defendió esta casa, de modo que puede hacer lo que quiera porque se lo merece'".

Trabajadores de "diez minutos". "En esa fábrica había mujeres que ganaban más que los hombres y que los ingenieros; eran los trabajadores y las trabajadoras 'de los diez minutos', porque se acercaban mucho a las barras de acero para quitarles la costra con una barra y una raspadora. Estaban en eso sólo diez minutos; después salían y bebían ocho o diez litros de agua al día. Un día Dienenthal me dijo: 'Su alemán es horrible y mi español terrible, así que mi chofer le irá a buscar a la fábrica tres días a la semana y nos enseñaremos mutuamente'. Él aprendía español pitando y se lo comenté a su esposa: 'Es que casi no duerme y dice que este condenado español no va a aprender más rápido que yo'. Una noche escuché una canción al lado de donde yo vivía. Hablaba de 'heimat', un palabra que no tenemos en España y que equivale a patria chica, a aquello por lo que sientes morriña y donde están tus recuerdos, tus amigos, o sea, la tierrina. Me desvelé y bajé a ver quién cantaba, y era una reunión de los 'gigantes de Alemania', unas personas enormes. Allí estaba la secretaria de Dienenthal, aunque ella no era muy grande".

Hospital Minero de Bochum. "Me presenté para trabajar en un hospital y me cogieron. En Alemania aprendí que tú eres tu trabajo, porque yo procedía de un país en el que me enteré después de que mi familia tuvo que pedir crédito con ayuda de otros para que yo pudiese estudiar, y si un banco te ofrecía un 'crédito personal' era falsa publicidad porque te pedía tres avales. Quise tener una experiencia amplia y pasé por varios hospitales alemanes en seis años. Fui ayudante de cirugía general y obstetricia y ginecología, en el Hospital de Olpe, con el doctor Hoffmann, y ayudante de cirugía general y traumatología y ortopedia, en el de Werdohl, con el doctor Cremer. Luego fui encargado del servicio de accidentes en Leverkusen, con especialización en cirugía vascular y con el doctor Pässler. Después, trabajé en el Hospital Minero de Bochum, que tenía mil camas, y donde me especialicé en cirugía de la mano y reconstructiva, además de quemados, con el profesor Rehn. En esos hospitales te mandaban una temporada a perfeccionarte a otros centros de Europa, y fui a la Universidad de Gotemburgo, a la de Berna y a la de Colonia".

Quemados del Vietnam. "En el Hospital de Bochum hice una investigación sobre mil lesiones en la palma de la mano, llamada 'tierra de nadie' o 'niemandsland', y la mandé a la revista 'Tiempos Médicos', que nos escribió a Alemania preguntando que cómo era posible que mandara mil lesiones de mano en un año. El profesor Rehn: "Efectivamente, les mandó las frescas, no las infectadas". En Bochum conocí quemaduras gravísimas, porque nos llegaban heridos de la guerra del Vietnam. Yo quería tener también una experiencia de la mano y me sedujo uno de los libros más maravillosos que he leído, 'Cirugía de la mano', del profesor Erik Moberg, de Gotemburgo, con el que tuve la suerte de trabajar. Él enseñaba que 'la mano que se opera no tiene que sangrar', por lo que realizaba una compresión sin peligro para el resto. Del instrumental para las intervenciones en la mano decía que "han de ser los útiles de un relojero' y contaba que cuando él se especializó pasó tiempo con relojeros para verles trabajar y aprender. Con él aprendí la técnica de Tshe para coser los tendones de la mano sujetando con una aguja para evitar la tensión. Antes de volver a España fui médico de la prisión de Siegburgo, que estaba en un castillo, y donde se recluía a los peores criminales de Alemania, como el famoso Ludi, un violador psicópata terrible que pedía que no le dejaran en libertad. Es curioso que aquellos presos hacían paraguas, pero con una cautela tremenda con las varillas, ya que un recluso le había clavado una en el corazón a otro y le había matado. Le pedí al director entrar en algunas celdas, pero me encontré con presos que te miraban como si no viesen a nadie, perdidos en su infinito".

Cemento acrílico y prótesis. "Deseaba volver a España porque iban a producirse cambios y quería estar presente. Me presenté a una plaza de la residencia de Cabueñes y la saqué, peo pasaban los días y no me llamaban. Fui a Madrid y me entrevisté con Guerra Zunzunegui, director del Insalud, y comprobó que yo estaba nombrado. Me dijo: 'Esto lo arreglo yo', y hasta hoy. Eso mismo ha sucedido en España en muchas ocasiones y en Oviedo conozco a personas que sacaron la plaza formalmente y no se la dieron. Al volver a Gijón trabajé en el Hospital Covadonga, pero a los pocos días me llamó el directo y la monja superiora me escribió una carta. Ambos me dijeron que no podía continuar. Era cosa de reinos de Taifas y algunos compañeros me dijeron: 'Tú vete a Madrid, que estás muy preparado', o sea, que me fuera. Asumí las dificultades y seguí trabajando en otros centros. Operé hernias discales de cuello con una técnica en la que utilizaba, en lugar de injertos, un cemento acrílico que se llamaba casi como yo, 'Palacos'. Llevé al Congreso Mundial de Medicina de Tel Aviv unos 28 casos que había operado aquí, porque era la primera vez que se empleaba esa técnica. Previamente había hecho ensayos con animales. Siempre me gustó la investigación y tuve patentada una prótesis de cadera que hicimos y probamos en los talleres de la Universidad Laboral y del Centro Revillagigedo, donde estaba el padre Alburquerque, un jesuita encantador. Es de titanio y molibdeno y está formada por tres piezas, de las cuales la intermedia es la que se puede cambiar al cabo de los años sin tocar las otras dos".

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