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Cinco lugares para ver la otoñada, por José María Fernández Díaz-Formentí

Manual de uso y disfrute del otoño

La estación llena los bosques de color, un efímero esplandor cromático tras el cual las hojas se secan y se caen: la otoñada transforma el paisaje y deleita los sentidos

Hayas (hojas rojas) y abedules celtibéricos (hojas amarillas) en la ruta de El Gumial (Aller). José María Fernández Díaz-Formentí

Los colores

Rojos, amarillos y ocres siempre son colores de moda en el otoño cantábrico. Visten con una amplia gama de matices y se llevan de modo desigual a lo largo de la temporada, tan breve como esplendorosa. El rojo fuego marca tendencia en las montañas, los dominios del hayedo, mientras que el dorado cubre las vegas fluviales donde crecen chopos, arces y olmos, y desdibuja las crestas de montaña en forma de abedulares. Entre unos y otros se aprecia una rica paleta de tonos, en las hojas de robles, castaños y otros árboles caducifolios del bosque atlántico, que aquí y allá conserva pinceladas de verde intenso, aportadas por acebos y tejos (también forman localmente "islas" verdes -bosquetes: acebales y tejedas-, al igual que los carrascales y alcornocales en las áreas secas y rocosas de montaña, los encinares en el litoral oriental y las plantaciones de pino y de eucalipto que suplantan grandes extensiones de arbolado autóctono en las áreas de costa y en los valles bajos).

Este estallido de color que da personalidad a la estación y que tanto ha inspirado a pintores, poetas y escritores, responde a un prosaico mecanismo biológico de los árboles: el proceso de muerte y caída de las hojas, a su vez inducido por los cambios en el fotoperiodo, es decir en la duración relativa del día y la noche. Los árboles perciben que las horas de luz se acortan y ponen en marcha medidas para deshacerse de sus hojas. El porqué de esta reacción es simple: mantener una hoja (y hay miles en cada árbol) resulta muy costoso en términos de energía y el balance es deficitario en una época en la que se reducen las horas diurnas y, por tanto, de actividad fotosintética (el "generador" de la planta). También se plantea un problema de abastecimiento de agua -necesaria para la fotosíntesis- porque el frío limita su disponibilidad al congelarla. Por otro lado, conservar unas hojas anchas y planas resulta arriesgado porque acumulan nieve y el peso de esta carga puede quebrar ramas e, incluso, vencer al árbol. La otra gran pregunta es cómo se desprende el árbol de sus hojas. Por un lado, les retira nutrientes, lo que conlleva la degradación de la colorofila, responsable de su color verde, y esto es lo que hace visibles pigmentos antes ocultos: los amarillos, ocres, anaranjados y rojos, debidos a xantofilas, carotenoides y otros compuestos químicos cuya función es proteger la clorofila del exceso de radiación solar para garantizar su rendimiento fotosintético. Así cambian de color. Por otra parte, en la unión de la hoja con la rama se crea una barrera fisiológica que interrumpe el flujo de savia. Así mueren. El viento hace el resto.

Los sonidos

Pero el otoño no sólo muda la apariencia del bosque. También cambian sus sonidos. Muchas de las voces de la primavera y el verano se apagan: son de aves migratorias que se han ido, como la curruca mosquitera o papuda y el mosquitero ibérico o pioyina. Ya se han perdido, asimismo, los ecos de la berrea (el celo de los ciervos), que se extingue mediado octubre. Se mantienen, en cambio, el soniquete de los carboneros y herrerillos; los cantos virtuosos del petirrojo europeo o raitán y el mirlo común o nerbatu, y la explosiva voz del chochín común o cerrica; el agudo chillido de los pájaros carpinteros (no obstante, más vocales al final del invierno, cuando están en celo); el ladrido bronco del corzo alarmado... Y entran en juego voces de temporada, las de zorzales reales y alirrojos, pinzones reales y otros pájaros de la taiga, las vastas forestas del Norte. Aunque el sonido más otoñal de los bosques es, sin duda, el crujir de la alfombra de hojas al ser pisada o removida.

La hojarasca

Esa hojarasca es el producto final de la mudanza estacional de los árboles caducifolios. ¿Final? En realidad, no. Aunque las hojas caen después de que el árbol las deje casi en esqueleto, absorbiendo como un vampiro sus componentes reutilizables, quedan en ellas sustancias aprovechables por la planta, que las rescata mediante las raíces una vez el ejército de bacterias, hongos e invertebrados que puebla el suelo forestal las ha desmenuzado y degradado. Una fina y eficiente operación de reciclaje.

Precisamente, el manto de hojas tiene una contribución sustancial al enriqurcimiento de los suelos y, por tanto, al flujo de nutrientes en el ecosistema. Además, proporciona casa y comida a infinidad de organismos, desde hongos hasta roedores, pasando por la salamandra común o sacavera, que en ese sustrato encuentra la suficiente humedad para mantener su piel hidratada sin necesidad de acudir al agua.

Los olores

Las hojas muertas, en lento proceso de descomposición, no sólo suenan; además, huelen. Desprenden un aroma dulzón, que se mezcla con otras fragancias, en especial con el olor enmohecido, un punto agrio, de las setas, que resalta tras las lluvias, cuando también la tierra húmeda aparece envuelta en un estimulante perfume, debido a un compuesto volátil denominado geosmina.

La percepción de la sutil combinación de olores que se produce en los bosques puede resultar tan placentera como la contemplación de su colorido y sus texturas; en Japón incluso está reconocida como una práctica saludable, el "shinrin-yoku" (tomar el aire del bosque), recomendada para reducir el riesgo de dolencias coronarias.

Las luces

Y no hay que olvidarse de la cálida luz otoñal tamizada por un bosque más "transparente" que el estival, sin sus densas sombras, más iluminado y abierto. Otra transformación. Todas ellas efímeras. Pronto llegará el invierno y el bosque se aletargará.

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