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La mirada de Lúculo | Crónicas gastronómicas

Un desayuno japonés en Madrid

Cuando no habíamos acabado de hacer las reverencias y nos sentamos a la mesa aguardaban un cuenco de sopa de miso, cuatro o cinco platillos de encurtidos, arroz y una dorada a la sal

Un desayuno japonés en Madrid

Un desayuno tradicional japonés se compone de arroz, sopa de miso, tsukemono, pescados y huevos. El tusekomono, un encurtido de verduras que suele llevar rábano daikon, pepinos, espinaca, nabos, acompaña perfectamente al arroz. El miso es uno de los ingredientes básicos de la cocina japonesa, se elabora a partir de soja cocida, algunas veces arroz y trigo, y sufre un proceso de fermentación. Lo hay blanco, marrón y rojo en una escala creciente de intensidad de sabores que, en función de su consistencia, sirve para condimentar caldos suaves u otros platos.

Los japoneses, más frecuentemente, es decir, a diario, suelen desayunar lo mismo que algunos otros mortales occidentales: cereales, tostadas, mantequilla café y bollería. Pero aquella mañana en que Madrid se desperezaba entre los primeros rayos de sol de un invierno especialmente luminoso y frío, a principios de la década de los ochenta, Taeko quiso demostrarnos que no hay primera comida en el mundo capaz de superar a la de su país. Cuando no habíamos acabado todavía de hacer las reverencias y nos sentamos a la mesa, un cuenco de sopa, cuatro o cinco platillos con encurtidos de verdura, un bol de arroz y un par de lomos de dorada asados a la sal aguardaban. También, unos pedazos generosos de tofu (pasta de soja con leche cuajada) aliñado y una tortilla francesa troceada en piezas del tamaño del sushi. Como la comida se acompañaba de té -no hay que olvidar que estamos hablando de un desayuno-, Tom Sorensen, americano, de Chicago, marido de Taeko, pensó que eso precisamente era lo que a un español podría parecerle más chocante, de modo que para variar y en contra de la costumbre se le ocurrió abrir una botella de sake para no desentonar con la dorada. El sake no es una bomba alcohólica pero a las nueve de la mañana puede convertirse en una bebida demasiado peculiar para recibir al mundo.

Los días de vino y rosas son, por lo general, más largos que otros. Y si uno empieza desde por la mañana bebiendo sake, y el ritmo etílico prosigue en las horas posteriores con otro tipo de licores, puede suceder que la madrugada le pille pescando en el fondo de un vaso de whisky. Y eso fue lo que nos ocurrió a a Tom y a mí. El problema es que justo en la otra esquina de la barra del bar en que estábamos -no lo suficientemente distante para establecer una barrera entre los que beben civilizadamente y los beodos que buscan conversación- se hallaba un tipo como escogido al azar entre una fauna extendida por aquellos años: los que siempre tienen algo que reclamarle a Estados Unidos y, por motivos que nadie se explica, se lo demandan a cualquier ciudadano americano que oyen conversar en inglés. Por decirlo de otra manera, el ejército de pelmazos del "yankee go home". Primero fue un comentario faltoso, después el tono empezó a subir ante la indisimulada falta de atención que le prestábamos. Al final se convirtió en un pequeño incidente que por los pelos no pasó a mayores. Sorensen, harto de las impertinencias del borracho, contra él y su país, se desplazó lentamente hasta donde se encontraba el beodo faltón, lo agarró de las solapas de la chaqueta y lo condujo en volandas hasta el teléfono que se encontraba en una especie de pequeña cabina. Marcó uno de los números de la embajada de Serrano, 75, y pidió que le pusieran con el sargento de guardia. Acto seguido le pasó el teléfono al pelmazo y le conminó a que le repitiera todo lo que anteriormente le había recriminado a él sobre la guerra de Vietnam, la famosa cocacolonización y el proverbial intervencionismo americano. "Es el representante, a él tienes que decírselo", bramó mientras se desembarazaba del fardo. El sargento, al otro lado del teléfono, es improbable que hubiera escuchado siquiera un susurro de aquel tipo asustado que enseguida se olvidó de su contencioso contra Estados Unidos.

Ni Sorensen ni yo olvidamos el incidente, y siempre que nos acordábamos de él lo hacíamos también de la dorada y de los vasos de sake a las nueve de la mañana, del desayuno tradicional japonés que Taeko, en un delicado gesto de anfitriona, sirvió ataviada con kimono y, sobre todo, del ritmo contagioso de aquel día, que empezó bien y casi acaba mal. "No sé cómo puede interesarte la cocina de un pueblo que come el pescado con té", ironizaba mientras yo echaba a un vistazo a lo que su mujer sacaba de la despensa, a la vez que seguía sus explicaciones sobre sobre el wasabi, los encurtidos o los distintos fideos del ramen. La cocina japonesa no estaba entonces de moda, había un par de restaurantes en Madrid que apenas podían ser catalogados como tal, frente a la avalancha de establecimientos que servían comida supuestamente china. El fenómeno nipón tardaría años en extenderse. Taeko, que envolvía las bolas de arroz con pescado crudo (nigiri), apenas se planteaba preparar sushi que, según ella, no era una comida habitual en los hogares japoneses. Para comer sushi se iba a los restaurantes donde los maestros itamae operaban cortes sorprendentes en el pescado. El inconveniente era que no había ese tipo de locales en Madrid. A Tom no le importaba: lo que le gustaba eran los platos picantes de las cantinas mexicanas y el tequila.

Pero, gracias a mis amigos, la pareja japonesa-americana, descubrí el sukiyaki (el guiso de carne de buey y verduras), las gyozas (raviolis) de cerdo asado al vapor, el tsukuné (las albóndigas de pollo), el maguro (atún marinado), el yakitori (pinchitos de pollo), el yakisoba (fideos salteados), que ahora me ha recordado Maori Murota, exmodelo y chef, en Tokio (Lunwerg), su estupendo libro de recetas familiares tokiotas.

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