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Creatividad y déficit de atención

Creatividad y déficit de atención

En su libro "Despertar al diplodocus" José Antonio Marina menciona un estudio en el que se encuentra que más del 20% de los alumnos catalanes tenían algún trastorno psicopatológico o del aprendizaje.

Se imaginan que con sólo afrontar ese problema la escuela mejoraría mucho. La prevalencia de trastornos de la salud mental en niños y adolescentes alcanza cifras alarmantes. Por ejemplo, de acuerdo con los datos de la encuesta de salud americana, nada menos que el 21,4% de los niños entre 8 y 15 años tendrá una alteración psiquiátrica importante. Lo más frecuente, como se pueden ustedes imaginar, es el denominado déficit de atención e hiperactividad, afecta al 9% con los criterios empleados, otros estudios ya lo sitúan en el 20%.

En Asturias, en la encuesta de salud infantil de 2009 sólo el 1,7% de los padres decía que su hijo tenía un trastorno de la conducta, si era niña el 0,5%. Para algunos expertos muchos niños están sufriendo esa alteración y no se benefician del tratamiento. O puede ocurrir lo contrario: que en algunos países se esté calificando como patológico lo que simplemente es una desviación de la normalidad o una forma particular de desarrollo. Los padres con hijos inquietos, incapaces de fijar la atención, que exhiben comportamientos disruptivos en clase y en el hogar y tienen un rendimiento escolar bajo o mediocre, reciben el bombardeo mediático de los expertos y la farmaindustria sobre las posibilidades de resolver esos problemas mediante medicación. Y así lo hacen, algunos con mejoras notables en cuanto a la adaptación a las normas, lo que refuerza la creencia. Además, en teoría hay una base biológica para el trastorno: los cerebros de esos niños son diferentes; cosa hasta cierto punto lógica, pues, si el cerebro guarda en su configuración las huellas de los hábitos de comportamiento, su cerebro tendrá alguna particularidad. Como se demuestra en los taxistas, por recordar como nadie las direcciones y trayectos o los músicos profesionales que exhiben áreas reforzadas donde se alberga la memoria de sus rutinas, por poner dos ejemplos.

Me gusta la idea que propone que el niño no es un adulto inmaduro, sino una fase larvaria, sobre todo en el cerebro, el órgano que más se modifica durante el crecimiento. La infancia y adolescencia son como la primavera en los árboles: producen muchos brotes, proyectos de renovación que no todos resultarán en flor y fruto. Esa intensa actividad conforma un cerebro que un adulto viviría como disparatado. Hay teorías que sostienen que esa azarosa forma de circular la información está en la base de la esquizofrenia. Un cerebro en formación se siente atraído y bombardeado por todo lo que le rodea y lo que ocurre en su interior. Al contrario que al adulto, le cuesta enfocar la atención, seleccionar, inhibir estímulos. Me gusta la imagen que propone Alison Gopnik, una psicóloga infantil: es como estar enamorado en una ciudad nueva y atractiva, menciona París, tras haber tomado varios cafés expresos. En ese estado todo nos interesa, todo es nuevo, todo es estimulante. Nos dice que los niños son capaces de generar varias hipótesis en pocos minutos para resolver problemas, habla del enorme potencial de creatividad que la educación ordinaria castra. Probablemente esos niños con déficit de atención e hiperactividad sean un extremo de la normalidad. Se ha demostrado que algunos de ellos, bien encauzados, desarrollan una creatividad formidable. Para Marina la personalidad se va haciendo en el tiempo.

Se nace con un temperamento que se modifica en los primeros años al establecer los hábitos: es el carácter o personalidad aprendida. Ahí la educación tendría un papel vital: inculcar tenacidad, esfuerzo y entusiasmo. En la última etapa el adolescente ha de proyectar su vida: es la personalidad elegida. Hay que aprender a gestionar el cerebro, nos dice. En primer lugar, el esfuerzo de la educación tendría que centrarse en gestionar la energía mental, en dirigir la corriente de la conciencia hacia los objetivos. El riesgo es que si fisiológicamente el niño tiene una atención dispersa, forzarle a enfocarla demasiado podría cercenar su creatividad. Es lo que hacen las escuelas, nos dicen expertos tales como Ken Robinson y Adam Grant. Quizá sea la amplitud de intereses y no la profundidad lo que distingue a los genios: entre los ganadores de premios Nobel hay 22 veces más actores, magos o bailarines que la media, 12 veces más escritores de poesía, novela o teatro, 7 veces más artistas plásticos y el doble de músicos.

Quizás haya que repensar cómo educar, cómo facilitar que el niño, ávido de aprendizaje como demuestra su cerebro activo y pluripontencial, aproveche su fisiología y las oportunidades que le da el conocimiento acumulado por la sociedad para operar en el mundo, la cultura al, fin y al cabo, para constituirse en un adulto solidario, autónomo y feliz, con lo que esa palabra quiera decir. Y parece que no es tanto la imposición, la doma pudiéramos decir, como la ayuda, el apoyo, en su afán de entender el mundo aprovechando, entre otras cosas, esa capacidad para formular y examinar hipótesis que parece que tienen. No me entusiasma el mundo que hemos ayudado a crear, el mejor regalo es que los eduquemos para que busquen la forma de cambiarlo, no que se acomoden o que sigan nuestros pasos.

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