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Memorial Minero, todas las vidas que se llevó el carbón

"Nos han hecho el mejor regalo posible, es lo mínimo que se merece toda esta gente", dicen las familias de los 540 mineros de Hunosa fallecidos en el tajo homenajeados en un conmovedor espacio al pie del pozo Sotón

Pilar Robledo, delante del castillete del Sotón. f. rodríguez

María Jesús Augusto de Oliveira mira la placa que recuerda a su padre: "Anselmo Augusto Fernández, 28 de mayo de 1975, Mina Venturo". Su nombre, con la fecha y el lugar de su muerte. No dice la lámina de acero que Augusto era un portugués que viajó a Asturias para buscar un futuro mejor en la oscuridad de la mina. Ni que pasó los últimos minutos de su vida sepultado por un derrabe que le oprimía el pecho. Esa placa es una de las 540 que forman el Memorial Minero de Hunosa, un homenaje que ocupa cerca de dos mil metros cuadrados del entorno del pozo Sotón (El Entrego) y que recuerda a todos los fallecidos en accidente de las minas de Hunosa desde la creación de la empresa estatal (año 1967). Un número sólo simbólico porque se estima que el sector, que llegó a contar con 50.000 trabajadores, se cobró más de cinco mil vidas. El homenaje a los fallecidos de la minería se parece al Cementerio Estadounidense de Normandía. Recuerdos alineados de tragedias con nombre, fecha y lugar. El recorrido roba el aire y empaña los ojos. Una sensación de congoja que se eleva al infinito cuando, entre las láminas plateadas, aparece un nombre inolvidable.

Dice María Jesús Augusto que el color del acero le recuerda el envoltorio de las chocolatinas que su padre le compraba cada tarde cuando salía de trabajar. Ella se escondía debajo de la mesa y esperaba a que él, con los ojos siempre enmarcados en negro, la encontrara y le hiciera cosquillas. Ese juego que terminó demasiado pronto, cuando ella tenía 8 años, es lo primero que asoma en su mente cuando pasea por el memorial.

Hay otra imagen que la atosiga, por mucho que ella la quiera apartar. La de su padre tendido en la cama inerte, con la cabeza vendada, en aquel velatorio al que ella entró por casualidad: "Me estaban cuidando unos vecinos, pero fui corriendo a casa. Había mucha gente y una señora vestida de negro que gritaba". Era su madre, pero no la madre que ella conocía. Esa madre que se pintaba los labios de rojo y que festejaba cada 25 de abril la Revolución de los Claveles nunca volvió.

La vida de la familia cambió mucho. María Jesús Augusto fue a vivir al Orfanato Minero de Oviedo y allí hizo amigos que aún hoy conserva. "Siempre decimos que ellos comparten el cielo y nosotros los recordamos en la tierra", explica, con un cigarrillo tembloroso en la mano derecha. Estudió Secretariado pero, en 2006, empezó a trabajar en el pozo María Luisa. Recordaba a su padre cada día, mucho más aquella jornada que casi no termina: "Tuve un accidente gordo, me enganché la ropa con el cabestrante (el cable que une los vagones dentro del pozo) y me tiró contra el hastial". Tuvieron que extirparle un ovario. La recuperación fue larga y dolorosa y, cuando volvió, la destinaron al arranque.

Allí trabajó con Amador García, un hombre que también vela a su padre en el memorial. Tres filas más allá, entre ese laberinto de placas y recuerdos. Agustín García Fernández falleció en el María Luisa, sepultado por un derrabe, el 24 de enero de 1989. Unos años más tarde, su hijo bajó al pozo. Encontró trabajo como "preferente", término que denomina en el proceso de selección de Hunosa a los familiares directos de fallecidos. Un galón que hay que pagar a un precio muy alto. "A mí nunca llegaron a decirme que mi padre estaba muerto, me dijeron que se había 'mancao' mucho", afirma Amador García.

"Mancarse mucho". Esa expresión que estremece a la familia minera. Porque siempre la siguen velatorios largos, entierros multitudinarios y silencios eternos. "Mancóse mucho tu padre" fue lo que le dijeron a José Manuel Fernández. Pero él sostuvo la mirada al hombre que traía la noticia: "Dime la verdad", replicó. La verdad era que había caído en el interior del pozo María Luisa, fulminado por un escape de grisú. Él quiso despedirse y, en aquella enfermería aséptica, prometió a su padre muerto que él también sería minero. Trabajó en el Sotón. Nunca tuvo miedo a la mina, sí respeto. Lo que menos le gustaba era el viaje en la jaula. Lo que más, esa soledad que respiraba cuando apagaba el foco en la galería.

El recorrido por el Memorial Minero con José Manuel tiene varias paradas. Muchos compañeros pagaron el tributo que se cobra la mina por arrancarle el carbón. En cada camilla tapada con sábanas blancas, él veía a su padre. Le duele la placa que recuerda a José Ramón Fernández Iglesias, un joven que trabajó con él más de un año y que cambió de rampla por un conflicto laboral. En el nuevo puesto, encontró la muerte. También la de Alfonso Alonso, que murió de un golpe en la cabeza. Salió en camilla, le agarró de la mano y se despidió con esa camaradería que amortigua la dureza del tajo: "Vaya hostia, compañeru". Medio relevo se trasladó hasta el Hospital Valle del Nalón para donar sangre, pero no pudieron hacer nada. Alfonso Alonso ya había muerto.

El compañerismo se respiraba dentro y fuera de la mina. "Éramos como una familia muy grande", asegura María Jesús Augusto, y mira a la mujer que está a su lado. Es Maite García, la hija más pequeña del matrimonio que le dio cobijo durante el velatorio de su padre. García también tiene una placa que le empaña la vista: la de su cuñado, Juan Bautista González. Falleció en el pozo María Luisa hace cuarenta y cinco años. Sus compañeros supieron que algo iba mal cuando el joven no entregó la ficha de la lámpara, el 24 de septiembre de 1969. Estaba sepultado bajo un derrabe y tardaron cuatro días en sacarlo. Poco o nada recuerda Maite García de aquella tragedia, ella era un bebé. Sí sabe que ese hombre, que estaba casado con su hermana y que aparece sonriente en varias fotos de color sepia, no conoció a su primera hija.

Son cuatro de las quinientas cuarenta historias que guarda el Memorial Minero de Hunosa en el Sotón. No todos los familiares han estado de acuerdo con la instalación de las placas, pero el sentir general es que la dirección de la empresa minera "nos ha hecho el mejor regalo que podía hacernos". Reconocen que, a ratos, el homenaje les quiebra la voz. Como se la quiebra a José Manuel Fernández cuando dice que "lo mínimo que se merece mi padre y toda esta gente es que su nombre no se olvide". El resto de los allí presentes asienten con la cabeza, las placas están detrás. Son sus desgracias grabadas en acero, pero ellos defienden que lo mejor es que el recuerdo nunca se borre.

Que perdure y que el homenaje crezca en este lugar conmovedor es lo que quiere Hunosa. El Memorial Minero ocupa ya buena parte del espacio libre que queda entre las instalaciones del pozo Sotón, antaño mina para los 1.800 trabajadores que llenaban las taquillas. Hoy, el único museo de Europa que oferta la entrada a un pozo que sigue funcionando como auxiliar de María Luisa. El próximo paso del proyecto del Memorial Minero, aún sólo plasmado en papel, será cubrir una pared de la antigua Casa de Aseos con una placa y grabarla con el nombre de todas las víctimas de la minería, aunque no tengan relación con Hunosa. Estudian incluir también a los mineros muertos por silicosis, la enfermedad de la profesión. Recordar a todos los que no vivieron porque el carbón les quitó el aire.

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