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Arquitectura personal 1

Una voz que marca una vida

-Me llamo José Luis González González, en la radio De San Martín, porque siempre me gustó el arte y por darle exotismo al nombre. San Martín es el pueblecito de León, en el valle de la Tercia, donde nací. Mi madre fue a casa de la abuela a parirme y a tomar el caldo de gallina en 1933. A los quince días ya estaba yo respirando el aire de Oviedo.

-¿Qué trajo a Oviedo a sus padres?

-A principios de siglo, mis abuelos paternos habían tenido en Gijón un almacén de pienso que se quemó, se arruinaron y volvieron al pueblo. Mi padre y mi madre vinieron en el año 20 y pusieron una tienda de ultramarinos y carnicería en el número 33 de la calle Independencia de Oviedo. Aquí nacieron mi hermano y mi hermana, que ya se han muerto. Ella era diez años mayor que yo; él, ocho. La tienda se llamaba El Cielo. A mi padre, José, lo asesinaron los moros cuando llegaron con libertad para hacer lo que quisieran.

-¿Cómo fue?

-No sé fechas, pero mi padre tenía escondidas detrás de la tienda a una cuantas mujeres del barrio y pensó que, como él no tenía ideas políticas, estaría seguro. Abrió la tienda, llegaron, lo cogieron y lo mataron. Menos mal que no entraron en la tienda porque habrían hecho una escabechina. Esto en casa no se hablaba. Lo fui sabiendo por gente del barrio, años después.

-¿Entre quiénes creció?

-La abuela, mi madre, los dos hermanos y luego el marido de mi hermana y su primer hijo. Nunca pasé hambre; en parte, por lo que mi abuela tenía en el pueblo. La gente vivía con dificultades, con la cartilla de racionamiento.

-Sus primeros recuerdos.

-Jugar con los amigos en la calle Independencia, por donde pasaba un tranvía que iba de la Argañosa al Fontán. Casi no había coches. El primer coche al que subí fue el del padre de un amigo, que tenía el bar Lobato en la esquina con la calle Cervantes. Jugábamos mucho donde estuvo luego el cine Ayala, un solar de piedra en la calle Matemático Pedrayes en el que rompíamos las alpargatas jugando al fútbol. Fueron momentos felices.

-¿Qué chaval era usted?

-Muy inquieto y mal estudiante. Siempre estuve escolarizado en colegios públicos -las escuelas de General Elorza- y como era duro de mollera tuve profesores particulares en la Argañosa, en la Academia Ojanguren... Cuando tuve sentido común, acabé Comercio en la calle Caveda, de milagro y con mucho esfuerzo.

-¿Cómo era su madre?

-Se llamaba Benigna. Murió del corazón a los sesenta y tantos años. Era muy amable y facilitaba el pago a los clientes de la tienda. Cuando murió, hubo gente que besó su caja. Yo me llevaba mejor con la abuela Concepción, que era cariñosa.

-¿Qué vida hizo con la abuela?

-De pequeño, cuando la guerra, estuve con ella en el pueblo. Tengo unos recuerdos que seguramente no lo son, que me contaron: la mayoría del pueblo salió, escapando de la gran batalla que hubo en la zona. Mi abuela salió con las vacas y conmigo y fuimos a Carabanzo. La llamaban "La Roja", pero no por sus ideas, sino porque era pelirroja. Yo era rubio. Ella era amable, cariñosa, de hacer favores a todo el mundo y lista, como todas las mujeres de la época que trabajaron mucho para levantar a las familias. Pasé con ella varios veranos y era un paraíso por el excepcional clima y la chavalería, porque las familias eran muy numerosas. Hacíamos las faenas de la hierba y del cereal, íbamos a bañarnos al río y a pescar truchas a mano.

-No le gustaba estudiar. ¿Qué le gustaba?

-La farándula. Me escapaba al cabaret El Suizo, que entonces estaba en la plaza de San Juan. Iba a las 5 de la tarde y veía el bar, las sillas, la orquesta ensayando con una cantante. Miraba y escapaba. Era un flash. Tendría 12 años y ya quería hacer algo de eso. Me gustaban el fútbol y las películas de Fu Manchú por capítulos en el Real Cinema.

-¿Pudo hacer algo de farándula?

-Nada, pero cuando tenía 14 años, un compañero de 18, que tenía una tienda en la avenida de Galicia, me llevó al teatro Campoamor a ver una opereta y, cuando la vi, dije: "Esto es lo mío". Desde entonces no perdía zarzuela, ni revista ni comedia. El portero me dejaba entrar porque medía casi como ahora. Luego iba a la parte de atrás del Campoamor a pedir autógrafos y fotografías a cantantes, actores y actrices. Me ponía junto a los que iban a buscar chollos con las coristas. Yo no, yo iba por lo recto. Y no tenía dinero.

-Explique lo de las coristas.

-Las coristas de entonces levantaban un poco la pierna y cantaban algo, no como ahora que son artistas. Llegué a hacer un libro gordo de fotografías y autógrafos que perdí en el que tenía a las que luego fueron grandes divas y a Pedro Lavirgen.

-¿En su casa animaban sus aficiones o le formaban en algún sentido?

-En casa eran todos apáticos. Mis hermanos no eran muy cariñosos. No sé si es que faltaba el padre. Me hubiera gustado conocer a mi padre, creo que mi vida habría sido otra, más comunicativa. Escuchaba la radio en la cocina, sobre todo programas de humor. La radio tenía mejor conversación que el resto de la familia. En casa eran tristes y yo era el raro, me gusta mucho el humor y lo tengo como bandera en el trabajo y con los compañeros.

-¿Tuvo amigos cómplices?

-No, tuve amigos eventuales. Me gustaba la soledad. Leía algo, novelas del Oeste de Marcial Lafuente Estefanía, y me gustaba pasear por los alrededores de Oviedo, por el Campo San Francisco y el Campo Maniobras.

-¿Tenía una idea de qué quería ser?

-No muy clara. Eugenio de Rioja tuvo la culpa de que yo entrara en la radio. Cuando llegó, en los años cincuenta, era cliente de la tienda, oyó mi voz grave y me dijo que pasara por Radio Falange. Tendría yo 16 años. Entré en la escuela de radio que organizó, en la que te enseñaban a leer, a interpretar, a matizar. Dirigía la emisora Paco Arias de Velasco y ya estaban Menchu del Valle y José Ceceda. Estuvimos un año aprendiendo y nos dio un título el gobernador Labadie Otermin.

-¿Y se hizo locutor?

-Sí. Hacía publicidad en directo porque no había grabadoras. Bueno, había una grabadora de hilo de nylon que se rompía al rebobinar y había que hacerle un nudo.

-¿Recuerda lo primero que hizo?

-Una escena en la que yo era peluquero y charlaba con el cliente. Me costó hacerla porque yo entraba muy serio y Eugenio de Rioja me decía "Entra con alegría". Luego hice el papel de Aliatar cuando la SOF inventó el personaje. Con aquel dinerín me fui a Madrid, porque yo quería trabajar en el cine.

-¿Año?

-No sé fechas.

-¿Cómo imaginaba Madrid?

-Madrid era un encanto, era un imán. Salí en el expreso, me hospedé en una pensión muy barata cerca de la Puerta del Sol y leía en los periódicos las ofertas. Conocí la ciudad casi andando. Cogía una línea de metro, llegaba al final y volvía a pie para verla entera. Entré en los museos, que eran gratis.

-¿Y el cine?

-Fui extra en tres películas. Trabajé en una de crímenes porque era alto y rubio, como en la canción, y querían gente con apariencia extranjera. Ni sé cómo se llamaba ni la vi en el cine. Hice una de Andalucía, rodada entera en Madrid.

-¿Cómo llegó al cine?

-La familia tenía un amigo con un garaje en Madrid. Su amiguita estaba metida en el espectáculo. Hablé con ella, me dijo que para actuar tenía que sacar un carné y me consiguió uno falso.

-¿Le decepcionó el cine?

-Me decepcionó que pagaban una miseria, te daban un bocadillo y pasabas el día entero, entre sudor y agua. La mayoría de los extras eran gitanos, parados y jubilados... una miseria. Y nos trataban como esclavos. Aquello no prosperaba, se acabó el dinero y volví a Oviedo. Me tocaba hacer la mili y pedí Madrid. La hice en Aviación. Mes y medio de instrucción en Getafe y después un capitán manco, con mala leche para la gente pero comprensivo con nosotros, me llevó a oficinas. Terminaba la faena y me iba a Madrid, donde vivía con un padre y una hija que habían sido amigos de la familia. Él era chófer de un personaje.

-Un buen servicio militar.

-No me quejo. Pero en verano había que hacer imaginarias. Hice una y pedí no hacer más porque tenía varices. Acabé la mili en el Hospital Militar de Madrid, operado y casi cojo.

-Y vuelta a Oviedo.

-Me metí en la tienda e iba a la radio pensando que aquello iba a ser lo mío. Entré en nómina, ganaba dinero y me llenaba.

-¿Qué hacía?

-Publicidad en directo, discos dedicados... Conocí a José María Marcilla, hombre excelente, buena persona, tranquilo. Fui al bautizo de su primer hijo. En su casa hacíamos conciertos de zarzuela. Él tocaba y yo cantaba. Sabía las letras y música, me faltaba la técnica. Me indicó que hiciera solfeo. Hice dos cursos, pero era mal estudiante y cuando me vi en la calle del Rosal con una clase de niños de 7 años no aguanté.

-¿Habrá tenido novias?

-Alguna aventurilla, pero nada serio en una época en que todo era muy serio.

-¿Cómo conoció a su mujer?

-Marlene...

-¿Se llama Marlene?

-Marlene García Sierra. A su madre le entusiasmaba la Dietricht. No querían bautizarla y tuvo que ponerle María delante, pero se quedó con el Marlene, aunque la gente la llama Marlén por la canción. La conocí porque iba a Radio Falange, luego Radio Oviedo, con 15 o 16 años y junto a otras amigas, acompañando a un muchacho que hacía no sé qué en la emisora. Era una dominica de uniforme. Allí surgió el amor. Fue un flechazo recíproco, un noviazgo rápido, 8 meses, y nos casamos en 1958. Ella tenía 17 años y yo 25. Fue un gran error. Me arrepiento de dos cosas: de haber ido a América con ella tan joven y de no haberla dejado que entrara en la Universidad. Mi mujer es más inteligente que yo. Si hubiera seguido estudiando Matemáticas, hoy sería un premio. Pero hubo un problema familiar que te voy a contar, nos casamos en octubre de 1958 y en marzo de 1959 fuimos a Centroamérica.

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