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Los asturianos y sus árboles

Ejemplares notables, simbólicos, de tejos y otras especies arbóreas plantados en los pueblos representan la "cara humana" de una región forestal y son parte de la identidad y la historia local

Manolo Alonso y José Luis Álvarez ante el Teixo de Bermiego. Roberto F. Osorio

Asturias es un país de árboles. Se ve, y lo constatan las estadísticas: casi el 73 por ciento del territorio, 770.549 hectáreas, está cubierto de arbolado. La proporción es de 0.7 hectáreas por habitante. Son cifras del IV Inventario Forestal Nacional. Otro informe, éste del Principado, va más allá y cuantifica los árboles de la comunidad: 640 millones, es decir 597 por habitante. Todo esto es masa, sin discriminar unos árboles de otros, mezclados bosques y plantaciones, hayas y eucaliptos. Situando la lupa sobre ese mapa verde, el árbol predominante es el castaño (autóctono, pero promocionado por el hombre desde el período prerromano), mezclado con otras frondosas, que suma 80.560 hectáreas, según datos del Inventario; lo sigue el haya, con 68.287 hectáreas, distribuidas principalmente por áreas de montaña, en masas casi puras (el porcentaje de otras especies en la composición de los hayedos es mínimo), y en tercera posición se sitúa, con 60.311 hectáreas, el eucalipto, una especie importada de Australia y plantada de forma intensiva en la costa y en los valles bajos y abrigados. La naturaleza se hace fuerte en lo abrupto; sobrevive, modelada, domesticada, en buena parte del territorio, y sucumbe a la orilla del mar, donde el terreno, por clima y por orografía, ha estado desde siempre más humanizado y más transformado.

Ese trazo grueso, con ser fiel a la realidad, oculta los detalles, la diversidad y la singularidad del paisaje forestal asturiano. También silencia la importancia que en su día tuvo el carbayu o roble carvallo, suplantado hoy por pinos y eucaliptos, y en el mejor de los casos convertido en acompañante del castaño (al que se dió prevalencia por el valor de su madera y por su fruto, la castaña, de gran importancia en la dieta campesina durante siglos). El examen atento de la compleja orografía regional descubre rincones donde los acebos se reúnen en apretadas masas, las acebedas o acebales, muy importantes en la ecología de la montaña porque dan casa y comida a la fauna en lo más riguroso del invierno, cuando las especies caducifolias están despojadas de hoja y fruto. Y revela la espectacular tejeda de la sierra del Sueve, con más de 4.000 tejos: la mayor masa de Europa occidental; un paisaje que remite a otras épocas geológicas, a los bosques perennes del Terciario. Y aparecen bajo la lupa olmedas, fresnedas, avellanedas, tilares... Bosques de galería siguiendo el fluir de los ríos, alisedas y saucedas (también alguna chopera o alameda, de origen artificial) que desempeñan un papel esencial en el mantenimiento de los cursos fluviales como entes vivos y que proporcionan vías de dispersión y comunicación a la fauna. Las laderas calizas más secas alojan carrascales; los acantilados marinos del Oriente, espesos encinares, y el valle del Navia, de marcada influencia mediterránea, inesperados alcornocales. Incluso hay un árbol -y el bosque correspondiente- endémico de la cordillera: el roble orocantábrico.

La relación del hombre con el árbol ha sido estrecha y compleja. Obviamente, ha hecho leña y hogar con su madera. También despensa y ornamento con el organismo vivo. Pero, además, ha cultivado un vínculo místico, con especies determinadas y, más aún, con árboles individuales, convertidos en tótems, inicialmente paganos y luego cristianizados. Carbayos, hayas, robles, fresnos, olmos y, sobre todo, tejos, adorados ya por los pueblos celtas como árboles de la vida (tienen existencias milenarias y su madera es virtualmente imputrescible) y de la muerte (todo su organismo, salvo el arilo del fruto, es venenoso para el hombre). Algunos de estos ejemplares han sido tradicionalmente conservados o, en la mayoría de los casos, plantados en los pueblos, como protectores (las iglesias se construyeron a su lado, no al contrario, para captar la tradición pagana y utilizarla como elemento cristianizador, y se mantiene la vertiente funeraria del árbol, común en los cementerios). Se han utilizado como lugares de reunión (árboles de concejo), donde se decidían los asuntos importantes. Han sido tomados como parte de la identidad local. El árbol era "capital, sede y símbolo" de una "dendrocracia", una democracia a la sombra acogedora de sus ramas, en palabras del naturalista y escritor Ignacio Abella, alavés afincado en Colunga, tomadas de su libro "Árboles de junta y concejo. Las raíces de la comunidad". Estos árboles notables (a veces también arboledas, como el nogueral de La Calvera, en Caravia Alta, y el castañéu de la iglesia de Arenas de Cabrales) eran, citando de nuevo a Abella, "lugar de encuentro, centro de confluencia entre paisaje y paisanaje, natura y cultura, política y administración".

La caída o, peor aún, la tala de algunos de ellos es una manifestación elocuente del declive de la Asturias rural a un nivel profundo, una prueba palpable de la ruptura de un vínculo ancestral con la naturaleza y sus seres. Han caído muchos árboles notables, con historia, con mucha vida a cuestas -y a su sombra-, los más recientes el Rebollu (en realidad un carbayu) de Bermiego (Quirós), que sucumbió en 2014, y la Fayona de Eiros (Tineo), vencida por la enfermedad (una plaga de hongos) y sentenciada por los elementos en 2009. La lista incluye "celebridades" como el Carbayón del que toman su gentilicio los ovetenses (simbólicamente derribado, en 1879, para el ensanche de la calle Uría, centro neurálgico de la ciudad moderna).

Con todo, Asturias aún puede llevar a gala el ser la comunidad española con un mayor número de árboles "de reunión" documentados, vivos en la memoria, entre los cuales se cuentan más de 200 tejos de iglesia (58 de ellos varias veces centenarios). Árboles sagrados, queridos, que estaban ahí (se funden en un único ser con sus ancestros, reforzando así su identidad mítica) antes que las iglesias y que los mismos pueblos. "Poco importa que el recuerdo pertenezca a una memoria histórica o mítica, ni siquiera importa que el árbol sea anterior o posterior a la fundación de un poblado concreto o la edificación de su iglesia", señala Abella. "Lo importante es el sentimiento de arraigo e identificación que mueve a recordar estas cosas".

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