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Crónicas gastronómicas

Su majestad la patata

El tubérculo rey, considerado en sus inicios un alimento vulgar y poco apetitoso, combatió hambres y ha terminado por servir a las grandes causas culinarias en las mesas populares y en las refinadas

Su majestad la patata

La discusión recurrente sobre cuál sería el alimento elegido, de tener que escoger uno y llevárselo a una isla apartada y sin cultivos, la zanjo con frecuencia aludiendo a la patata. No soy el único -lo sé-- que cita al tubérculo rey como principio y fin de todo. Si me dieran la oportunidad de quedarme con un segundo manjar optaría sin dudarlo por la merluza del Cantábrico que también resulta muy aprovechable, y me pasaría los días comiendo, ahora una merluza con patatas, en otra ocasión un cogote, después unas cocochas, más tarde un lomo, un tronco, una cola, etcétera. Obligado a decantarme por un vino de una sola denominación, lo haría por la que mayor diversidad encierra y no saldría de Jerez y su marco. Prueben, si no lo han intentado ya, a hacerse esta composición: hablar de comida y de lo que uno aspira a comer contribuye a cierto tipo de felicidad.

Con la patata, el alimento más servicial y honrado, que existe resulta imposible no extenderse en preparaciones porque las posibilidades culinarias que encierra son infinitas. Me he aficionado, por ejemplo, a una receta sencillísima de Alain Passard. Passard, discípulo del gran Alain Senderens, es el patrón del restaurante parisino Arpège y es famoso entre otras cosas por su huerto orgánico en Sarthe. Ha inventado la torta de patata con crudités y parmesano, tipo pizza, ideal para comer en cualquier momento y en previsión de cualquier apuro. Para ella se cortan las patatas como si se tratara de fideos finos y se doran en la sartén con mantequilla y tomillo hasta que adquieran una consistencia crujiente. Será la base de nuestra pizza. Passard lamina cebollas, remolacha amarilla y rábano negro sobre ella. Añade parmesano, aceite de oliva, tomates cherry y hojas frescas de albahaca. Yo la acompaño con una ensalada de berros o de canónigos. La otra torta que me gusta de Passard lleva patatas ricas en fécula, ajos frescos y salvia. Sustituyo la los ajos recién salidos de la tierra - no se consiguen fácilmente- y añado en su lugar anchoas.

La primera patata Mona Lisa que conocí me la presentó el encargado de un puesto de hortalizas del mercado parisino de la Rue de Moufetard. La colocó de un manotazo sobre el mostrador y la observé por ver si sonreía. En Francia, las patatas tienen nombre para que el que las compra aprenda a distinguirlas mejor; aquí, sin embargo, habiendo distintas variedades, los campesinos, poco dados a perder el tiempo rindiendo culto a un tubérculo, no han encontrado maneras ocurrentes de bautizarlas. En el país vecino, como sucede con otros productos, algunas patatas reciben el mimo que se merecen. Los vendedores saben de lo que hablan, acarician una Bonnote de Noirmoutier, nueva y de carne dulce, como si fuera una trufa ¿Por qué la patata habría de ser menos cuando ha sacado al mundo de tantos apuros?

Antoine Augustin Parmentier, químico, agrónomo y nutricionista de Montdidier, es el culpable del entusiasmo de los franceses por las pommes de terre, que al principio consideraron una vulgaridad. El tubérculo, que habían introducido en Europa los españoles, sin ánimo de comerlo, se extendió por toda el continente a principios del reinado de Luis XV y, a partir de ese momento, lo mismo sirvió para combatir las grandes hambrunas como para saciar refinados apetitos. Originaria de América del Sur donde se conoce con el nombre de papa, la patata llegó a España hacia 1535 y desde allí pasó a Italia, Suiza y Alemania, mientras en Francia era rechazada. En su campaña para difundir su cultivo como alimento, Parmentier recurrió a algunas estratagemas ingeniosas. Así, cuando el rey Luis XVI le cedió en 1785 unos terrenos en Sablons y en Grenelle para las plantaciones las matas cubrían los campos, nuestro farmacéutico ordenó vigilarlas como si se tratara de auténticos tesoros. Algunos parisinos, intrigados, arrancaron durante la noche las patatas contando con la complicidad de los guardianes. Así se libró una de las primeras batallas de la guerra por extender el cultivo de un tubérculo que resultaría esencial en la historia de la alimentación. Convencido de su importancia para nutrir a su pueblo, el Rey acepta en agosto de 1786 lucir un ramo de sus flores durante una recepción, prendiendo algunas de ellas del pelo de María Antonieta y de otros cortesanos. Luis XVI incluyó, además, varios platos con patatas en el menú de la cena. El ejemplo empezó a cundir en las mesas de la aristocracia. Otras veces era el propio Parmentier quien organizaba banquetes con diversos platos hechos a base de patata, a los que invitaba a personas influyentes como el mismísimo Benjamín Franklin.

El plato nacional irlandés, irish stew, es básicamente patatas y cordero guisado con ajo, cebollas, perejil y laurel. Los irlandeses son devotos de la patata, pero también los alemanes, del kartofen; los gallegos, del cachelo; los andaluces, del remojón o la papa aliñá, y los belgas comen las patatas fritas incluso con mejillones al vapor. Los ingleses, que siempre han preferido acompañar el rosbif con pudín de Yorkshire, han reservado las patatas, también fritas, para el pescado (fish and chips).

El único pueblo, en Europa, algo renuente a la patata es el italiano, que no la aprecia como el resto, salvo en los ñoquis, quizá porque con la pasta ya tiene cubierta su cuota de hidratos de carbono. Los franceses, que tanta resistencia ofrecieron inicialmente, la acabaron adoptado después mejor que nadie. Las Ratte o las Charlotte o las belle de Fontenay son variedades del tubérculo apreciadísimas entre los grandes cocineros que las buscan en los proveedores y en los mercados. Además de los purés y de los parmentier, la patata francesa ha sido y es más que un simple acompañamiento. Son los casos del baeckeoffa alsaciano, que lleva patatas con todas las carnes marinadas en ajos, apio, pimienta, cebolla, bouquet de hierbas e incluso vino blanco Riesling o Sylvaner; del famoso gratin dauphinois, patatas gratinadas con crema fresca, mantequilla y queso de Gruyère; la truffade o trufado, que se come en la Auvernia, Limousin y el Aveyron, con lardons (bacon frito) y queso Tomme, o el aligot, de la misma procedencia, también con queso Tomme graso. Una bomba que no me atrevo a recomendar a nadie.

Y qué les voy a contar, que no sepan, de la universal tortilla española y de las patatas rellenas de carne de las abuelas. El tubérculo rey conjuga la totalidad gastronómica. Suyo es el principio y también el fin, como corresponde a un alimento crucial en la historia de la humanidad.

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