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Desenchufados de la Tierra

La desconexión con la Naturaleza provoca serios problemas de salud y altera su percepción, que se queda reducida a un escenario idealizado o caricaturizado por falta de conocimiento de la realidad

Desenchufados de la Tierra

La sociedad del siglo XXI es urbana. Incluso los habitantes de los pueblos (envejecidos y progresivamente abandonados) tienden a ser "neo-rurales": urbanitas reciclados y emigrados. Vivimos entre asfalto. Consumimos comida procesada y envasada. Disfrutamos del ocio en parques temáticos y en escenarios virtuales. Por la noche no vemos las estrellas, cegados por la luz artificial. La desconexión del hombre urbano con la naturaleza es tal que tiene efectos patológicos. El escritor neoyorquino Richard Louv puso nombre a esta dolencia en 2005, en su libro (un best-seller) "El último niño de los bosques", que lo convirtió en un gurú de la educación ambiental. La llamó Trastorno de Déficit de Naturaleza (TDN). Y comienza a manifestarse en la infancia, pues los niños han cambiado el espacio de juego de la calle por las videoconsolas, los seres vivos del prado por los personajes animados de la televisión. Se disparan entre ellos el déficit de atención, y los trastornos emocionales y de desarrollo (la obesidad aumenta exponencialmente), y se encadenan, a medida que crecen, con ansiedades y con diversos problemas físicos. La TDN no está reconocida en los vademécum médicos, pero su sintomatología advierte de una sociedad estresada (es decir, envuelta en tensión, sumida en situaciones agobiantes que originan reacciones psicosomáticas y alteraciones psicológicas), y el mejor medio de repararla es recetando naturaleza.

Japón, un país muy estresado pero también con una visión muy equilibrada de la relación con la naturaleza que se refleja en la concepción de sus exquisitos jardines, lleva décadas (desde los años ochenta) practicando, bajo prescripción médica, los "baños de aire de bosque": largos y calmos paseos bajo los árboles. Neurólogos, fisiólogos e inmunólogos coinciden en sus beneficios para la salud del cuerpo y la mente: reducen los niveles de estrés (baja la producción de cortisol, la hormona responsable de esa sensación), potencian la concentración de linfocitos y de proteínas que previenen el cáncer, y desplazan la actividad cerebral a las áreas relacionadas con la emoción, el placer y la empatía. Algunos médicos de los países nórdicos están despachando la misma receta a sus pacientes mayores para sus achaques.

El poder terapéutico de los bosques reside, en gran medida, en la calidad del aire que se respira en ellos, mucho más limpio y oxigenado que en ambientes urbanizados, y cargado asimismo de componentes aromáticos, algunos de efecto medicinal. Pero también cuentan la percepción de los colores; el ambiente creado por la luz que tamiza el follaje; el tacto de las cortezas de los troncos; el canto de las aves... Estas y otras sensaciones pueden experimentarse en otros ambientes, y son igualmente beneficiosas para el equilibrio físico, mental y emocional. Contemplar el mar; pasear por la orilla de la playa sintiendo en los pies descalzos el tacto y el masaje de la arena, y la sensación refrescante del agua; caminar por un prado acariciando la hierba alta al pasar; sentarse en una cumbre a escuchar el silencio y dejar que la vista se pierda en el horizonte... son experiencias reconfortantes, reconstituyentes, revitalizantes, reconciliadoras con nuestro yo profundo, que necesita y reclama atención. La llamada de lo salvaje -tomando prestado el título de la novela corta de Jack London, que viene muy al caso citar- no se ha apagado del todo, aunque esté ahogada por el ruido, las prisas y la contaminación.

Pero los efectos para la salud, con ser graves, no son las únicas consecuencias de la alienación del hombre urbano, de su desentendimiento del mundo natural y sus leyes. Hay una falta de conocimiento, de comprensión, que sí tenían las sociedades rurales (por propia necesidad y, también, por una curiosidad que hoy se ha perdido), y eso lleva a una visión trivializada (la naturaleza como mero espacio de ocio), idealizada (el "complejo Disney") o mercantilizada (todo son recursos potenciales), cuando no al desprecio: no se siente el destrozo de trazar una carretera innecesaria atravesando un bosque maduro (un "superorganismo" formado por infinidad de seres vivos relacionados entre sí por medio de complejas redes, y evolucionados en contacto y en dependencia de su medio físico a lo largo de siglos) o de talar un árbol centenario que ya vivía, por ejemplo, en tiempos del Descubrimiento o de la romanización. Por eso mismo tampoco se entiende el daño que hace liberar en la naturaleza especies exóticas (mascotas "incómodas") capaces de desestabilizar y desestructurar un ecosistema en muy poco tiempo.

El "complejo Disney", al que estamos expuestos desde la más tierna infancia, se refiere a la visión edulcorada de la naturaleza y de las relaciones de los animales entre sí y con el hombre plasmados en las películas de animación de la compañía norteamericana que popularizó este tipo de cine (delicioso, por otra parte, como producto artístico y de entretenimiento), con contadas excepciones como la llorada muerte de la madre de "Bambi". La visión naif que se transmite contrasta con la cruda realidad, donde los animales que en las películas son amigos, compañeros de juegos o, como mucho, rivales de guante blanco, en la vida real se matan y se comen unos a otros. Esa visión distorsionada se manifiesta de otras formas en la edad adulta, pues no sólo se crece con una noción falsa y distanciada de la naturaleza, sino que ha creado un hondo vacío cultural. La sabiduría que poseían los mayores sobre los fenómenos y los procesos naturales se pierde con ellos, al igual que los nombres populares de las plantas y los animales. Los habitantes urbanos no saben nada de naturaleza, no ven más allá del paisaje en su pura apreciación estética (en la que cuentan lo mismo un hayedo que un eucaliptal, reducidos a lo esencial: arbolado, verde), no conocen ni el aspecto ni los nombres de la fauna y la flora. De ahí el desconcierto y el temor que produce la "invasión" del espacio urbano de Oviedo por los jabalíes, propios de una sociedad que ha dado la espalda a su realidad "extramuros" y que se siente impermeable a ella.

Enfermos de TDN

La enfermedad se llama "Trastorno de Déficit de Naturaleza". Es el nombre que el escritor neoyorquino Richard Louv dio en 2005 a esa dolencia que sacude al ser humano, ya desde la infancia, cuando pierde la conexión con la Naturaleza.

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