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Dinero y sanidad

La necesidad de controlar el gasto vigilando la introducción de las nuevas tecnologías sanitarias y su relación coste-beneficio

Dinero y sanidad

La avidez por el dinero del sistema sanitario es insaciable. Si las cosas siguen como hasta ahora, es fácil que absorba el 40% del PIB. Es lo que denomina el economista Baumol la enfermedad del coste. Según su teoría, hay productos cuyo coste de producción disminuye con las mejoras tecnológicas. El ejemplo más socorrido es el del Ford T. Henry Ford sabía cómo fabricar coches baratos, pero si no había compradores de nada servía. Decidió subir el salario a sus obreros. Nacía la sociedad de consumo. Pero hay cosas cuya producción cuesta tanto hoy como ayer. Por ejemplo, un concierto. Lo mismo que se incrementaron los sueldos de los obreros, porque con menos producían más, crecieron los de los músicos, quizá incluso en mayor proporción. Pero no hay manera de acelerar un concierto y tampoco, como proponía un economista, se puede sustituir la cuerda que toca la misma nota por un solo violín amplificado. En medicina las cosas son aún más críticas. Cuando Ford construía el modelo T las intervenciones era escasas y baratas. Ahora podemos gastar mucho en cada paciente, cada año que pasa más. Hay dos razones. Una, que hoy día se tratan más problemas de salud que antes, tenemos más remedios. Otra, que cada minuto que le ganamos a la muerte nos cuesta más. Evitar la mortalidad infantil es relativamente barato, pero ganarle unos meses al cáncer puede costar treinta o cuarenta mil euros.

Pero las cosas no tienen por qué ser así. Hasta ahora ante el rampante gasto sanitario los administradores se limitaron a recortar en lo más fácil: personal, negociar con Farmaindustria rebajas, etcétera. Pero no fueron capaces de entrar en la práctica médica para seleccionar aquello y sólo aquello que verdaderamente produce mejoras en la salud. La lista de lo que hacemos que no beneficia al paciente, o que incluso lo perjudica, es larga, cada vez más larga a medida que se introducen nuevas tecnología y se examinan con cuidado las existentes. Llamo tecnología a todos los medios con los que diagnosticamos y curamos, incluido los medicamentos. Pongo sólo algunos ejemplos. Se podría ahorrar el 90% de las resonancias y TAC de columna, ya que su información en nada modifica el tratamiento. O, siguiendo con la columna, al cabo de un año no hay diferencias entre los operados de hernia discal y los que prefirieron un tratamiento conservador, tampoco se aprecia beneficio con la vertebroplastia, la inyección de material en vértebras aplastadas. Y son innumerables las sobreindicaciones de medicación: antibióticos, antidepresivos, antiulcerosos y tantos otros. Cortar lo innecesario, que puede ser contraproducente, es la mejor opción. Otras estrategias son más globales, como la de acelerar la fabricación de fármacos biosimilares, aquéllos cuya síntesis es biológica, como muchas vacunas, y, sobre todo, con los que se trata el cáncer y varias enfermedades de base inmunológica. La India es un ejemplo a seguir en esta materia, aunque las condiciones de fabricación dejen a veces mucho que desear.

Vivimos en un mundo acelerado. La innovación es hoy día la norma. Apenas una tecnología no farmacológica está disponible cuando ya los investigadores están trabajando en producto nuevo y aparentemente mejor. En salud siempre más cara. Con habilidad se presenta en los centros más prestigiosos, aquéllos que todo el mundo quiere imitar. Y los imita. Pero esa tecnología apenas sufrió una evaluación seria de sus ventajas, inconvenientes, indicaciones y coste. No hay una norma tan estricta como la que rige en los medicamentos. Y cuando ya está introducida en la práctica clínica, retirarla, si se comprueba que no es tan buena como parecía, es muy difícil. No hay libre mercado en el mundo sanitario, tanto porque el consumidor no decide como porque es el Estado quien carga con el peso del gasto. Por tanto, hay que regularlo. Lo ideal sería que antes de que se introduzca una nueva tecnología se haya comprobado la magnitud del beneficio en función del coste. Comprendo que eso limitaría el avance de la investigación, pues la inversión, que puede ser multimillonaria, hay que recuperarla.

La farmaindustria, por ejemplo, se cura en salud produciendo medicamentos que son pequeñas modificaciones de otros, de manera que los venden más caros, renuevan la patente y engordan el bolsillo. Eso en la India no pasa, quizá tengamos que ir por ahí. Además, es el sistema sanitario público el que paga la mayor parte de la factura farmacéutica, debería conocer el verdadero coste de producción de un fármaco para llegar a acuerdos de precio. Ahora es una cuestión opaca, creemos que hinchada.

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