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Crónicas gastronómicas

Ver Nápoles y después comer

La novelista Elena Ferrante es, desde hace un tiempo, la enigmática cartógrafa de la ciudad caótica y terminal que exportó la pizza y honró la pasta y el tomate como ningún otro lugar del mundo

Ver Nápoles y después comer

Nápoles es un mosaico de sensaciones fuertes y perturbadoras en la literatura de Elena Ferrante. Elena Ferrante, a su vez, es el nombre de uno de los fenómenos literarios de los últimos tiempos por el interés despertado, la incógnita que pesa sobre su identidad, y los libros vendidos. Inicialmente se creyó que era un hombre el que se ocultaba detrás del seudónimo pero después, en 2015, se averiguó que se trata de una mujer, italiana, napolitana, madre, separada y mayor de 60 años. En una entrevista concedida por correo electrónico a "Vanity Fair", la autora declaraba haber escrito la tetralogía napolitana bajo el hechizo de Elsa Morante autora de "Mentira y sortilegio", la mejor novela de la que fue primera esposa de Alberto Moravia.

Entre otras cosas, algunas de ellas no demasiado buenas, Nápoles es la ciudad donde uno espera encontrar el paraíso de los pulpos de cabeza testicular de Raffaele La Capria, hasta que se da cuenta de que el mar no la baña, igual que el título de aquel libro de Anna Maria Ortese que le costó la implacable condena de los napolitanos. Sin embargo, sí la inunda el barroco por sus cuatro costados. Y, también, el sol. El sol calienta en un día lo que en otras regiones tarda un mes en florecer; está tan al sur que en ella acaba el camino. Precisamente por esa belleza terminal, existe el proverbio "ver Nápoles y después morir", que siguió al pie de la letra el pintor Caravaggio. Nápoles es barroca no sólo en su construcción, sino también en su historia contradictoria, poblada de vicios y virtudes, miseria y gloria, nobleza y fechorías. A propósito del famoso adagio napolitano, Mark Twain, que había llegado hasta allí en 1867 para escalar el Vesubio, dijo recurriendo a su peculiar sentido del humor: "Bien, no sé si necesariamente uno se muere después de verla, pero vivir allí no tiene por qué resultar distinto de la muerte".

El calor unido al caos del tráfico es uno de los inconvenientes que plantea la ciudad, que no sería lo atractiva que finalmente resulta sin esa incertidumbre urbana que precipita la sorpresa en cada esquina. Hay que tomarse un tiempo para ver la Cartuja de San Martino, ascender hasta la colina de Vomero y visitar el Castel Sant'Elmo, o para quedarse extasiado ante la fachada de almohadilla de cabeza de diamante de la Iglesia del Gesù Nuovo del Palacio de San Severino. Otro pasatiempo es identificar las 26 figuras en las cornisas de la Piazza Dante, u observar la interminable fachada del Palacio Real, de 169 metros, diseño de Luigi Vanvitelli, que alberga la Biblioteca Nacional.

En Nápoles, hay que visitar el convento de San Gregorio Armeno, la iglesia de Santa Maria della Sanità, umbral de las catacumbas de San Gaudioso; darse una vuelta por el Teatro San Carlo, el coliseo de la lírica más antiguo del mundo; pasear hasta la Villa Pignatelli, sede del Museo Aragona, relajarse en los jardines del Palacio Capodimonte; contemplar el mar resplandeciente frente al Golfo desde el distrito residencial pudiente de Posillipo, y callejear. Obligado: tomar café en el Bar Nilo, cerca del Corpo, en pleno santuario Maradona, y comer en La Bersagliera (Borgo Marinari 10-11), orgullo del barrio de Santa Lucía y, como casi todos los restaurantes italianos de renombre, templo de la cocina tradicional a precios no "tan tradicionales". La Bersagliera es una institución, al lado del islote de Megaris y del Castel Dell'Ovo, cuyo nombre se atribuye al poeta Virgilio y a la leyenda. Allí cerca de ese mar que Anna Maria Ortese no quiso ver entre la devastación que supuso la guerra y la neurosis que le produjo el desarraigo.

Para Marco Santagata, que indagó en la cronología y en la topografía de las cuatro novelas de la saga iniciada con "La amiga estupenda", seguida por "Un mal nombre", "Las deudas del cuerpo" y "La niña perdida", Elena Ferrante es en realidad Marcella Marmo, profesora de Historia contemporánea, nacida en Nápoles en 1946, y una de las pocas napolitanas educadas en la Normal de Pisa, igual que la protagonista de los libros. Marmo, sin embargo, lo ha negado y ha dicho que su única actividad creativa es la cocina. Nuevas sospechas, porque los platos napolitanos están muy presentes en las novelas de Ferrante al igual que otros aromas de Nápoles. Los del mismísimo Rione Luzzatti, el barrio de Lila y Elena, poblado por un conjunto de edificios sórdidos y llenos de mugre, con ventanas angostas cubiertas con ropa, parches de césped sin cortar, aceras llenas de basura y ocasionalmente vendedores de fruta que exhiben la mercancía, no en carros tirados por caballos como en la ficción sino en furgonetas.

La comida cuesta aún menos imaginársela. Es la napolitana de siempre: braciola en salsa de tomate (rollitos de carne de ternera o cerdo rellena), o los espagueti vongole, un plato indisociable y eterno que habitualmente sustituye las almejas de verdad por otras más ordinarias. La vongola verace, al borde de la extinción, es un lujo prohibitivo. Sólo existe en pequeños bancos del Golfo. Se ha sustituido por la vongola gialla, de concha estriada y bastante más insípida. No es un sucedáneo que se pueda aceptar de primeras, sin embargo se come. Tomate, agua de las almejas, pimienta y perejil, después de haber frito y retirado unos ajos del aceite: fórmula básica.

De Nápoles también son la impepata di coze (mejillones en salsa); las frituras de gambas, anchoas, salmonetes y calamares pequeños; la famosa mozzarella en carroza (emparedados de mozarella); las sardinas al orégano en capas al horno, recubiertas de vinagre, ajo y perejil; la pummarola, tomate en napolitano, en todas sus variedades; la spigola all'acqua pazza (lubina cocinada con aceite, tomate, vino blanco y suficiente pimienta para justificar el nombre); el sartú, arroz con berenjenas, y la omnipresente pizza protagonista de "El vientre de Nápoles", la obra de Matilde Serao, y que en los inicios honró el nombre de la reina Margarita de Saboya con una de sus variantes más populares elaborada simplemente con tomate, mozzarella y albahaca, los colores de la bandera italiana, por el cocinero Raffaele Esposito.

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