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Cuando el arte se hace carne de tu carne

La muestra "Escultura hiperrealista" del Museo de Bellas Artes de Bilbao, una de las sensaciones artísticas del verano, ofrece una desconcertante reflexión sobre la esencia del ser humano y su cuerpo

Cuando el arte se hace carne de tu carne

Al entrar en esta exposición la vista patina y uno no llega a diferenciar bien qué es obra de qué es visitante. Todo parecen personas vivas. Es preciso andarse con ojo para no acabar entablando conversación con una escultura. Prudencia: si la cosa se mueve después de unos segundos, es humana. Si lleva un tiempo inmóvil, y aunque aparente respirar, hay una alta probabilidad de que estemos compadreando con una escultura. Nunca la línea que separa la vida y el arte fue tan fina. Y nunca tan apasionante ir haciendo equilibrios por ese alambre.

La muestra "Escultura hiperrealista 1973-2016", en el Museo de Bellas Artes de Bilbao hasta el 26 de septiembre, va camino de convertirse en la exposición del verano. En la sala BBK del museo bilbaíno se muestran 34 esculturas de los 26 artistas más destacados del movimiento artístico que nació en los años setenta del pasado siglo y que se centra en la recreación de la figura humana. La autenticidad física de los cuerpos "esculpidos" es total, la ilusión es perfecta. Entramos en el espejo para visitar a nuestro doble.

Pero esta exposición, abrumadoramente corporal, es sobre todo una invitación a reflexionar sobre lo invisible: ¿qué somos realmente?, ¿cuál es nuestra esencia?, ¿cuándo un cuerpo deviene en una persona? Duane Hanson, uno de los precursores de la escultura hiperrealista, dijo: "Yo no duplico la vida, yo represento valores humanos. Mi trabajo trata sobre las personas que viven en la callada desesperación". Ejemplo de ello son tres esculturas ("Vendedor", "Viajero" y "Dos trabajadores") cuyo ensimismamiento remite a los personajes de los cuadros de Edward Hopper. Aquí también el sueño americano se convierte en un insomnio agotador.

Traspasar la piel. Ése es el paradójico cometido de estos artistas cuyo virtuosismo en la copia del cuerpo humano resulta apabullante. "Aunque dedico mucho tiempo a la superficie, es la vida interior la que quiero capturar", dice el australiano Ron Mueck, que en esta exposición está representado con una escultura escalofriante que reproduce el cuerpo de su padre muerto, desnudo, tendido, como a disposición del forense. La escultura es un doble exacto del progenitor salvo por un detalle: la escala. Ha sido reproducido aproximadamente a la mitad de su tamaño. Así, el cuerpo iluminado por un foco cenital, en una estancia de paredes negras, se nos muestra envuelto en lejanía. El espectador lo contempla desde lo alto. Lo deja atrás. ¿Veremos así, inerme y diminuto, nuestro propio cuerpo como una vaina cuando llegue la hora final? ¿Será así la muerte, una "ascensión" y no un fundido a negro?

Otras veces el juego de la escala humana corre en sentido contrario: a la entrada del museo recibe al visitante la escultura "Ordinary man", de Zharko Basheski, que es todo menos un hombre ordinario, pues representa a una persona que emerge rompiendo el suelo y tiene el triple de tamaño que un humano normal.

El arte desde siempre ha de imitar a la vida. De hecho, estas esculturas no son más que la continuación de una tradición de escultura verista que ya arrancó en el tercer milenio antes de Cristo. Desde Egipto, Grecia y Roma, la escultura fue policromada para intensificar el realismo de lo representado. La imagen de una antigüedad de mármoles blancos, tal y como nos han llegado la mayoría de las piezas, no se corresponde con su factura original. En estas obras de finales del siglo XX y principios del XXI la policromía alcanza su máximo exponente. Las nuevas técnicas, algunas sacadas del cine, ayudan a multiplicar la sensación de realidad. Utilizan moldes de modelos reales, resinas, fibra de vidrio, baños de silicona, pelo natural, ropa y un minucioso proceso de pintado que insufla a cada pieza auténticas emociones.

El efecto de autenticidad de estas vivas imágenes lleva al espectador a tratar de verificar una y otra vez si realmente no tendrá ante sus ojos a una persona de carne y hueso. Y esa necesidad se entremezcla con la vergüenza pública de verse convertido en vulgar mirón. Ocurre especialmente en piezas como "That Girl", de Paul McCarthy, donde el realismo alcanza su punto máximo con la reproducción por triplicado de la modelo Elyse Poppers, que se muestra con las piernas abiertas sobre una mesa de cristal a la entrada de la sala. No se sabe qué turba más, si la impúdica exhibición o el triplicado, que atenta contra la intuición de que cada uno de nosotros somos irrepetibles y el clon es, acaso, el más grave atentado contra el libre discurrir de la naturaleza.

En estas obras "las venas dan sus pulsaciones al explorarlas con los dedos", como Ovidio describió la escultura animada por Afrodita en el mito de Pigmalión. Pero la mayor sorpresa es que aquí laten también sus sentimientos. En la obra "Abrazo", de Marc Sijan, una pareja ya madura se enlaza. Por sus cuerpos gastados han pasado los años. Ahora juntos, fundidos, serenos, se hacen uno. Y el tiempo desaparece.

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