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CARMEN BASCARÁN COLLANTES | Misionera laica y activista social | MEMORIAS | 1

"Venía del bienestar burgués con ínfulas revolucionarias y la vida en las favelas me abrió los ojos"

"Vi miles de casos de trabajadores esclavos en las haciendas de Brasil, gente que bebía agua del suelo y dormía bajo una lona con cuatro palos"

Manos a la obra, poniendo las bases de una de las pequeñas sedes comunitarias en los barrios del Centro de Derechos Humanos de Açailândia.

En la vida de Carmen Bascarán Collantes (Oviedo, 1944) hay hitos, acontecimientos en apariencia banales que el tiempo agigantó y tradujo. Uno de ellos sucedió a bordo de un tren de madera, camino de Salamanca donde las monjas de la Asunción la llevaban a unos ejercicios espirituales veraniegos. "El tren estaba lleno de emigrantes españoles en Suiza, me puse a hablar con uno de ellos que llevaba tres años sin ver a su familia, y me dijo que en todo ese tiempo durmió cada noche en la boca de un metro para no gastar nada y poder ahorrar".

Y ella, adolescente de buena familia, interna en colegio privado, atisbó en aquella conversación que allá afuera había un mundo, insospechado y crudo.

"Para mí el internado en Gijón fue como liberarme. Tenía 14 años y un padre que era todo un personaje, rígido, de los que ataba en corto. Y tuve mucha suerte porque me encontré unas monjas abiertas y majas. Nos animaban a ir al cine y a ponernos curiosas cuando salíamos. Y hasta nos ponían furgonetas para ir a jugar por ahí al balonvolea. Mi lado social me viene de la Asunción. Las monjas tenían otro colegio en Roces y cuando cursé "preu" nos llevaban allí a que diéramos clase a los pequeños. Recuerdo que había mucho hijo de exiliado".

Calle Fruela. Allí nació Carmen. Cuatro hermanos varones por delante y una madre que se iba a morir a los pocos meses. "A mí lo que me gustaba era jugar al fútbol y subirme a los árboles con mis hermanos, pero en aquella sociedad los roles eran fijos: los niños con la pelota, las niñas con la muñeca. Hasta que años más tarde nació mi hermana a mi me tocó jugar sola".

Antonio Bascarán Asúnsolo, médico oftalmólogo. "Un hombre que marcó el carácter de todos sus hijos. Conservador pero con un sentido enorme de la honestidad y la justicia. Generoso, abierto y vitalista. Recuerdo una frase suya: ¡Qué difícil es ser normal! Ser normal es estar ajeno a la envidia, ser limpio, vivir alejado de odios y rabia".

La tierra de las favelas. Hay otro hito en la biografía de Carmen Bascarán que obliga a un salto en el tiempo. Año 1984, la primera vez que viajó al Brasil, no de turismo sino a conocer la vida en las favelas. En una de ellas vivía su hermano Carlos, en Salvador de Bahía. Carlos Bascarán formaba parte de la comunidad de misioneros combonianos, orden fundada por San Daniel Comboni en el siglo XIX. Fueron quince días apenas que sirvieron para abrir los ojos "a alguien como yo, que venía del bienestar burgués con ínfulas de revolucionaria". Las infraviviendas de las colinas, los niños con barriga hinchada de pura desnutrición, la violencia reprimida...

"Empecé a pensar que yo podía aportar algo allí. La gente me preguntaba: pero, Carmen, qué vas a hacer. Y Carlos, mi hermano, me decía que muchas cosas, infinitas cosas. Para empezar, hablar, escuchar y acompañar".

Un "examen" entre el sida. Cuando a los misioneros combonianos se les ocurrió la idea de fundar un movimiento laico, Carmen Bascarán se apuntó. "Era el año 1990, fui a Granada con Marisol, una amiga, a que nos explicaran los planes y a mi aquello me gustó pero todavía pasaron unos años antes de dar el salto". A Carmen le tenían preparado un "examen" para evaluar fuerza y resistencia: "me mandaron en 1995 a la provincia de Valencia a una casa de enfermos terminales de sida. Me dijeron que fuera y que a ver si era capaz de aguantar. Fueron solo unos meses pero de auténtica dureza. Ves a gente morir y ves como un sistema condena y olvida a las personas. La vida y la experiencia me han vuelto radical porque o se cambia ese sistema o la humanidad se hunde. No es un problema de falta de recursos sino de acaparamiento de riqueza. Pero romper dinámicas, poner voluntad y disposición a los cambios, requiere amor y mucho coraje".

Junio de 1995. Açailândia, una ciudad joven, de aluvión, nacida en una encrucijada, destino de especuladores a la busca de dinero rápido y gentes que imploraban trabajo. "Muchas personas sin raíces, hombres solos que fueron alimento de trabajo esclavo en las grandes haciendas de la zona".

Aterrizaron las dos amigas. Carlos Bascarán esperaba y con él recorrieron los 680 kilómetros "hasta el lugar donde viví 15 años", en el nordeste del Brasil, pero en el suroeste del Estado de Maranhão, de los más pobres del país. São Luis es la capital, el puerto desde donde sale el mineral de hierro de las minas a cielo abierto de la zona.

Habitación bajo los murciélagos. Hierro y madera de la Amazonía. "El primer mundo siempre está detrás. Aquello era el reino de las serrerías; la mejor madera, para la exportación. Y allí me encontré con un mundo de violencia en el que todos sabíamos dónde se podía alquilar a un pistolero para pegar un tiro a alguien y por cuatro perras. La situación de la mujer es tremenda, son el objeto de explotación más asquerosa que uno pueda imaginar. Sometidas, desposeídas de la dignidad, obligadas a venderse al mejor postor. Nos instalamos en un cuarto de la parroquia, en una habitación llena de murciélagos. Después, en una casina alquilada en el barrio".

Allí nació el Centro de Defensa de la Vida y los Derechos Humanos (CDVDH), con un archivador que era una caja de madera "robada" del mercado. Mucho trabajo de campo, por carreteras impracticables, con la Teología de la Liberación como mensaje.

Un día llegaron tres hombres a las instalaciones del Centro y le contaron a Carmen Bascarán una historia: "Huían de una hacienda y me dijeron que llevaban trabajando meses y que nadie les había pagado el salario. Cuando reclamaron les dijeron que no solo no iban a cobrar sino que eran ellos los que debían dinero. Exactamente lo que pasa ahora con las mujeres en las redes de prostitución. A aquellos hombres les avisaron: o seguían trabajando o acabarían asesinados. Decidieron huir por la selva, perseguidos por hombres a caballo y perros. Dos eran jóvenes y otro no, y a éste lo pillaron y le pegaron una paliza que lo dejaron lisiado".

Carmen escuchó las condiciones de trabajo en las carboneras de aquellos hombres: doce y trece horas de trabajo a 60 grados de temperatura, quemando madera para hacer carbón vegetal. "Comían arroz y poco más, bebían agua de lluvia que recogían en unos plásticos en el suelo y que contenía de todo, incluidas cucarachas, y dormían bajo una lona negra sostenida por cuatro palos. Y lo más increíble: las empresas les suministraban gratis drogas, para que aguantaran".

Unos exóticos con cámara. Carmen Bascarán se puso en marcha. El Centro de Derechos Humanos acogió a aquellos tres hombres y ella se pasó seis meses recopilando información. "Cogimos el todo terreno de los misioneros y empezamos a visitar carboneras, a tomar nota de historias y a filmarlo todo. No sé por qué nos dejaron, debieron de vernos como unos tipos exóticos... Y cuando ya teníamos información de sobra preparamos una denuncia aprovechando la celebración de una Semana de los Derechos Humanos. Se armó una muy gorda".

La denuncia era tan estremecedora que las autoridades respondieron. Se creó un equipo móvil de fiscalización y se cerraron de golpe todas las carboneras de la región. "Nos convertimos en una diana, las empresas esclavistas nos acusaron de llevar la pobreza al pueblo, amenazaron con traer carbón de la China... pero seguimos. De repente comenzaron a llegar cartas de solidaridad de mil sitios, muchas desde Asturias comenzando por el Gobierno del Principado. Y de la Unión Europea, de Amnistía Internacional, de la Comisión Pastoral de la Tierra, de los fiscales del Ministerio de Trabajo de Brasil o de la gran organización de periodistas del país, que es Reporter Brasil. Se leyeron todas las adhesiones en una fiesta en la calle con dos mil personas y mucha Prensa. A veces creemos que una firma no vale nada, pero claro que vale, y más en momentos difíciles".

Bascarán y los suyos pararon el golpe. El asunto se convirtió en tema nacional y el presidente Lula declaró prioridad del Gobierno acabar con el trabajo esclavo. Ya nada fue como antes. El ejecutivo puso en marcha la llamada "lista sucia", en la que cada dos meses se actualizaba el censo de empresas cogidas con trabajadores esclavos. "Eran empresas que quedaban fuera de la línea de créditos de la banca oficial del país y eso fue clave porque les tocó el bolso". Brasil aprobó poco después el Plan de Erradicación del Trabajo Esclavo. En los últimos veinte años fueron libertados más de siete mil trabajadores "pero todavía quedan y ahora Brasil sufre un claro retroceso".

Escuela familiar de solidaridad. Carmen Bascarán fue madre temprana. "Me fui a Santiago a estudiar Medicina pero tuve un problema de salud y ni me examiné. Volví a Oviedo, me matriculé en Filosofía y Letras y ese mismo año conocí al que fue padre de mis hijos. Me casé a los 22, a los 26 ya era madre de dos niños y dos niñas. Abandoné los estudios, un error terrible de muchas mujeres de mi generación. Cuando mis hijos acabaron la carrera me pregunté qué más podía hacer por ellos. Y me dije que era el momento de demostrarles que en la vida hay mucho más que el dinero, que lo más guapo es intentar dejar un mundo mejor. Cundió el ejemplo porque los cuatro anduvieron por el mundo con ONGs, en Colombia, Etiopía, Mongolia, Angola, Sudán del Sur o Mozambique. Yo he puesto de mi parte pero el factor principal fue su tío Carlos. Tiene 75 años, lleva cincuenta de misionero y ahí está, como el primer día".

En el Brasil Carmen Bascarán volvió a ser madre pero de otra manera. "Se hizo una gran labor con los chavalitos, que no tenían nada pero conservaban una alegría desbordante. Y lo que veíamos es que todos aquellos niños y adolescentes necesitaban valorarse, y ese era el camino para que las redes de trabajo esclavo no acabaran con ellos. Organizamos programas de baile, teatro, capoeiras, y les dábamos de merendar, que también era muy importante".

Y alfombra la mesa del salón de su piso en Oviedo con fotos ya descoloridas de aquellos años de mucho pateo por los barrios de Açailândia. "Por nuestras actividades pasaron quince mil chavales que hoy son los hombres y mujeres que llevan el Centro de Derechos Humanos. Dedican muchas horas a trabajar por la recuperación de la dignidad robada, pero no viven del aire, tienen familia, necesitan comer. Yo vuelvo cada cierto tiempo y me paso allí un par de meses para aprovechar el viaje. Por eso ayudamos a crear en Asturias la Asociación Derechos, Paz y Libertad. Lo imprescindible que necesita el Centro de Derechos Humanos de Brasil son 680 euros al mes. Agua, luz y gasolina".

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