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Conócete a ti mismo

La intuición, más que la razón, es la base del conocimiento de nuestra persona y del otro

Que no nos conocemos es evidente. Supongo que los actores, porque lo hacen, se reconocen en las grabaciones, fotos o películas. Pero la mayoría de nosotros nos sorprendemos cuando nos vemos capturados en imágenes; que son exactamente lo que somos para los otros. Y si la imagen nos hace revivir lo que sentíamos o pensábamos en ese momento, comprobamos cuán lejos nuestro aspecto de cómo nos veíamos con el ojo interior. Sin embargo, para los demás somos nosotros, no hay nada raro en ellas. Si para uno mismo su aspecto físico en la vida real es un desconocido, cuánto más lo será su mente. Porque uno puede llegar a aprender cómo es, en lo físico, observándose una y otra vez en el espejo y en las grabaciones, incluso puede llegar acomodar su forma de estar con la que cree que debe mostrar. Es lo que se puede llamar pose. Pero no hay forma de saber qué aspecto tiene la mente, no hay espejos o grabaciones.

Desde siempre los filósofos piensan que mediante la introspección puede uno llegar a conocerse a sí mismo, cómo piensa y siente, qué le emociona. Esa parte de nuestro cerebro especializada en intuir los deseos y creencias de los otros se emplea para explorar los nuestros. Descartes, como tantos otros, pensaba que los animales no tenían vida interior y menos que pudieran imaginar qué sentían los otros. Pero eso es radicalmente falso, basta ver cómo un perro, por ejemplo, expresa sus sentimientos, un esfuerzo que no tendría sentido si los otros no tuvieran la capacidad de representárselos mentalmente, de vivirlos. Tener una idea de qué desea el otro y cómo se siente es fundamental para sobrevivir, sobre todo en comunidad. Que los humanos tengamos más desarrollado ese módulo, que cristaliza con la lengua, no quiere decir que otros no lo tengan. La mente no es exclusiva de nuestra especie. Lo que no podemos saber es si otros reflexionan como nosotros con la esperanza de llegar a conocerse, cumpliendo el famoso aforismo del templo de Apolo en Delfos.

Pero, ¿podemos llegar a conocernos? Yo cada vez estoy más convencido de que no, o de que el conocimiento que llegamos a tener de nosotros mismos es tan imperfecto como el que tenemos de los demás. De los otros, basados en las intuiciones que nos formamos sobre cómo funciona su mente, nos forjamos una imagen a la que creemos que se deben ajustar. Eso es fácil en las novelas, el teatro o el cine: los caracteres son como deben ser, fieles a su diseño. Pero en la vida real los otros no son como nos los imaginamos. De ahí que nos frustremos, que nos sintamos defraudados o engañados por los amigos y las parejas. Y entonces surge el lamento: cuanto más conozco a los hombres más quiero a mi perro. Porque el perro, lo mismo que aquellos seres humanos que en la fidelidad encuentran su mayor o única recompensan, hace esfuerzos para comportarse tal como espera su dueño, dueño de su mente. Son actores de su propia vida representando la obra que de ellos se espera.

En el conocimiento que llegamos a tener de los otros se basa más en la intuición que en la razón. Es esa parte irracional de la mente que se ocupa de la mayoría de nuestra actividad que tiene un largo recorrido evolutivo en su desarrollo. Por eso acertamos mejor cuando nos dejamos guiar por lo que llamamos instinto, aunque tantas veces contradiga a la razón.

Los estudios de neuroimagen sitúan anatómicamente el modulo cerebral que empleamos para la introspección en el mismo lugar que el que empleamos para conocer a los otros. Además, los autistas, que no se pueden poner en la posición del otro, carecen de introspección. Lo mismo que los esquizofrénicos. Eso no quiere decir que en la mente de estas personas no ocurran cosas, que no haya un intenso tráfico de información. Lo que se desprende de ello es que la disfuncionalidad afecta a ambas formas de conocer, que son la misma. La diferencia no está en el proceso, sino en la cantidad de información que recibe: de nosotros tenemos acceso a nuestro pensamiento, emociones y sensaciones. Pero las percibimos con la misma lente que mira hacia los otros vuelta hacia sí. Por eso nos puede sorprender cómo vivimos nuevas circunstancias. Estamos siendo en esa parte de nosotros que no controlamos. Una parte dotada secularmente para enfrentarse a las circunstancias adversas. Y es que si no pudiéramos afrontar, pienso ahora en el punto de vista emocional, la desgracia, connatural a la vida, no hubiéramos sobrevivido como especie. La civilización ha conseguido dominar en buena parte a la naturaleza y en ella confiamos para sobrevivir a la adversidad. Pero ahí está esa capacidad innata que a veces logra construir una vida relativamente feliz en la desgracia, una sorprendente vida feliz.

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