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Una buena Administración

El desapego entre el funcionariado es consecuencia de una mala organización en la que faltan objetivos, recompensas y mecanismos de selección

Nunca dejaremos de oír, razonablemente, que el tamaño de la Administración es demasiado grande, así como sus competencias. No es raro percibir que el funcionario no está al servicio del ciudadano sino que emplea su poder para asegurar su puesto, y para ello, o como consecuencia, se crea una inútil burocracia, dificultando así la eficiencia de la sociedad. O la del funcionario lento, incompetente, absentista, obstruccionista. En resumen, muchos ciudadanos, o muchas veces, más que beneficiarse de la Administración la sufren además de pagarla. Por eso se oye decir que se debería reducir su tamaño.

Uno percibe su estado de salud cuando la pierde; así los servicio públicos, sin embargo, apenas se da uno cuenta de todo lo que el Estado provee gracias a lo cual la sociedad funciona. Quizá en las sociedades tribales se puede imaginar un Estado mínimo, incluso su abolición. Pero no en la nuestra, donde dependemos de tantos servicios. La seguridad hace sólo 100 años se reducía a militares y Policía. Hoy exigimos seguridad para la salud, el transporte, la alimentación, la vivienda, el medio ambiente, incluso las compras e inversiones. Si no que se lo pregunten a los estafados. Todo eso obliga a crear leyes, reglas, regulaciones y, sobre todo, a diseñar un cuerpo de funcionarios que se ocupen de que se cumplan.

Los denominados liberales ponen como ejemplo de un Estado menos burocratizado a los EE UU. Efectivamente, el tamaño de la Administración, en porcentaje de trabajadores empleados sobre el total del país, es menor que en Europa; por cierto, España se sitúa en los puestos bajos, pero eso induce a engañó. Por un lado, está la denominada externalización. Es lo que quería hacer Madrid con la asistencia sanitaria: contratar una empresa que la proveyera en los nuevos hospitales. Pues en EE UU, según leo, hay cuatro trabajadores externalizados por cada uno propio. Las cosas llegan a ser tan absurdas y ridículas como la de la contratación de una agencia externa para el manejo de drones militares. Pero, claro, ellos no pueden disparar, así que al lado del piloto privado hay otro que acciona el botón.

La privatización de la asistencia médica, es decir, que el Estado contrate empresas que provean los servicios reservando el derecho de inspeccionar el proceso y resultados en función de las cláusulas del contrato, es una opción muy discutida que en España tiene furibundos detractores, así como paladines. Aunque unos y otros argumentan que hay pruebas que demuestran su postura, la verdad es que las comparaciones siempre tienen debilidades que las hacen insuficientes a los ojos de los críticos. Porque no hay duda de que las evidencias tienen diferente valor según la postura de cada uno. Uno cree lo que refuerza su postura y desecha por infundado lo que la cuestiona.

No cabe duda de que hay procesos en la Administración que pecan de ineficiencia: se pueden hacer las cosas mejor, ahorrando tiempo y recursos. Y, lo que es peor, hay ineficacia. En esto último hay que incluir todo lo que se hace que no sirve para nada aunque se haga bien y lo que podría ser útil pero se hace mal.

La asistencia sanitaria absorbe el 40% del presupuesto de las CC AA. Lógicamente el titular de Hacienda vigila y exige a ese departamento. No existe ninguna área en la Administración que sea sometida a tanto escrutinio, donde se realizan tantos esfuerzos para describir y sanear los procesos, para examinar los resultados mediante los potentes sistemas de información, para proponer suprimir actividades que no aportan. Hay mucho que mejorar y en el plano teórico sabemos qué y quizá cómo. Pero no siempre los gestores saben o se esfuerzan por aplicar las medidas de mejora que resultan de los análisis. Que haya esa distancia entre el conocimiento y la acción es preocupante, los defensores de la privatización tienen en esa incapacidad un argumento.

Hay defectos de la Administración que deben corregirse. El más importante es la deficiente selección y promoción de personal, porque es el personal lo que la constituye. En ese aspecto, es indeseable y perniciosa la politización de los gestores, que hace, además de no asegurar que sean los mejores, que ellos se sientan obligados a servir a los intereses de los que los nombraron, aunque éstos no les den consignas: saben que su supervivencia y promoción depende de ello. Es quizá la mayor perversión y la que desacredita y puede hacer, y a veces lo hace, ineficiente un servicio público; por ejemplo, sanitario cuando se compara con uno privado.

Para que los servicios públicos sean beneficiosos, los funcionarios tienen que sentir que su trabajo es útil y, por tanto, valorado por los ciudadanos y también por superiores y compañeros. Y será útil cuando esté diseñado para colmar aquellas necesidades que la Administración es quien mejor las puede resolver. En ese aspecto puede haber discusión, yo creo que el núcleo de la educación, sanidad y servicios sociales ha de ser público, no niego un papel complementario o suplementario para el sector privado. Y lo creo porque son servicios con un componente altruista que si se estimula los engrandece. Porque la mayoría de las personas obtienen satisfacciones cuando se sienten útiles y ningún espacio más apropiado que la Administración, donde no se debe tener un sentido comercial: sólo de servicio. El desapego y la falta de compromiso que se percibe con frecuencia en el funcionario es una consecuencia de la mala organización, donde faltan objetivos, recompensas, promociones y mecanismos de selección y remoción. Pero para los políticos, observo, es más fácil centrarse en hacer inversiones o leyes, algo que está al alcance de su mano, que en dirigir ese ejército de miles de funcionarios que deben estar al servicio de la sociedad para mejorarla.

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