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ALBERTO REIGADA CAMPOAMOR | Párroco de la Tenderina en Oviedo y exdelegado de Cáritas Asturias

"A los curas de Asturias que estudiábamos en Roma nos consideraban revolucionarios"

"Don Gabino, el mejor obispo que he tenido, es un hombre bueno, muy bueno moralmente, intelectualmente, espiritualmente y eclesialmente"

"A los curas de Asturias que estudiábamos en Roma nos consideraban revolucionarios"

El sacerdote Alberto Reigada Campoamor relata sus "Memorias" para LA NUEVA ESPAÑA en esta primera entrega y otra más, mañana lunes.

San José no niega nada. "Nací en Vegadeo, el 8 de septiembre de 1951. Decía mi madre, Mariluz, de Coaña, que como era la fiesta de la Santina estaban tirando voladores y yo naciendo en medio de dolores y de gozo. Mi padre, Alberto, era de Piantón, a dos kilómetros de Vegadeo. Era muy listo, aunque sólo había ido a la escuela. Siempre lo recuero leyendo; tenia ansia de cultura. A las once de la noche ponía Radio París y venía una vecina a escucharla. Él quería tener información y conocer opiniones diferentes. Tenía capacidad de crítica. Mi madre le decía: 'Alberto, siempre andas con esas cosas', y el respondía: 'Muyer, hay que entender estas cousas, y si non entendes, piensas que todo vale'. Era muy aficionado al arte, especialmente a la música (en la banda de don Serafín tocaba el clarinete, que conservo), y a la talla en madera. Era carpintero de profesión y también ebanista, pero enfermó del riñón y le dieron la baja definitiva, quedando con una pensión muy pequeña. De jubilado siguió haciendo trabajos en madera. Mi familia era humilde, pero nunca pasamos necesidad. Mi madre se puso a asistir en casas y tuvo la gran suerte de que el director de la Caja de Ahorros en Vegadeo se fijó en ella y la contrató como trabajadora. Eso nos normalizó un poco la vida. Mi padre era religioso, pero no como mi madre. Él era devoto de la Virgen del Carmen y murió repentinamente el primer día de la novena del Carmen de 1980. Mi madre era mujer piadosa, devota de San José, y era la que cuidaba su imagen en la parroquia. Tenía el altar arreglado, buscaba flores, contrataba al predicador de la novena... Decía que mi vocación me la había dado San José, porque ella se lo había pedido. 'Nunca San José dejó de darme lo que yo le pidiera", decía ella, y mi padre, con socarronería, pero no falto de fe, comentaba: 'Pues pídele una casina'. Vivíamos de alquiler y su ilusión era tener casa propia; incluso tenía los planos hechos. En Vegadeo recuerdan todavía a mi madre, era popular y muy generosa y entregada. Si de mi padre aprendí el afán cultural y a ser metódico y racional en el trabajo, de mi madre aprendí la entrega".

Poner lo de casa. "Cuando se casaba alguien iban a pedirle que adornara la iglesia y ella llevaba telas y colchas de casa, para los reclinatorios, e iba por las casas con jardín pidiendo flores que no eran para ella sino para la novia. Y la gente se las daba. No había confiterías y ella era muy buena cocinera y repostera. Cuando llegaban las fiestas le encargaban 'pastelones' (tartas de hojaldre), bizcochos o tartas de almendra. Ella no cobraba por hacerlo, pero pedía los huevos, el azúcar o la harina. A veces calculaba que iban a ser tantos los invitados y necesitarían más. Y siempre ponía lo de casa, y mi padre le decía: 'Luz, ¿nun ta bien xa con que poñas el trabayu; aínda temos que poñer nosotros ovos y eso?'. Mi hermana pequeña, Mariluz, tenía buenas dotes para estudiar y un señor dijo que iba a prepararla para unas oposiciones. Y con 18 fue a hacerlas a Madrid, para el Ministerio de Agricultura. Y las sacó. Mi hermana sigue cuidándome, como lo hacía mi madre. 'Nuestra madre dijo que como estabas solo tenía que cuidarte yo', comenta".

Siete de Vegadeo. "De niño estudié con la Hijas del Caridad, que eran queridísimas en Vegadeo. Fui acólito de la parroquia y tuvimos la suerte de que mandaron a un coadjutor, Jesús García, que venía de párroco del Entrego. Vino castigado por el obispo; él y Alberto Torga que fue a Tapia. Jesús nos fue metiendo en la Acción Católica. Íbamos a su casa y escuchábamos música, o salíamos en barca por la ría, y él se quitaba lo sotana. Después, yo le decía a mi madre: 'No sabía que los curas llevan pantalones debajo de la sotana'. Nuestro cura, don Benjamín Castaño, fue un gran fomentador de vocaciones. Nos habló de ir al Seminario y de aquella fui con José Antonio Fernández Vior, que no llegó a ordenarse y se jubiló como catedrático y está en la Academia de la Llingua por el bale gallego occidental, del que publicó un diccionario. Luego en el Seminario de Oviedo coincidimos siete de Vegadeo. Con doce años me fui a Covadonga. Me acuerdo del viaje: desde Vegadeo era como ir a Moscú. Fui con mi madre y Vior con su padre, fotógrafo de Vegadeo. Alquilamos un taxi y salimos tempranísimo. Por Villaviciosa mi madre sacó la comida y comimos junto a unos manzanos. Esas cosas no se olvidan. Llegamos por la tarde. Íbamos equipados como si fuéramos al fin del mundo: había que llevar colchón, mantas... Mi madre rezó: 'Santina, dejo a mi hijo de tu mano'".

Tarancón y el Concilio. " Vior y yo vimos alejarse el coche desde el muro almenado. Cayeron algunas lágrimas, pero queríamos ser fuertes. Por la noche, en el dormitorio común oímos llorar a compañeros. En Covadonga hacía mucho frío y teníamos sabañones en las orejas. Aquel año, por primera vez en el Seminario, dieron vacaciones de Navidad. Cuando nos lo dijeron hubo un aplauso tremendo en el estudio. En segundo ya vine para Oviedo y nos pusieron sotana, fajín azul y el roquete para las liturgias. Para salir nos hacían una autentica revisión: si llevabas el pelo mojado, o que no te faltara ningún botón de la sotana, y los zapatos limpios. Nos sacaban a pasear en grupos de tres, en ternas, y adonde no hubiera colegios de chicas. Íbamos a San Pedro de los Arcos y aplastábamos monedas de diez céntimos en la vía del tren que iba a Mieres. Aquellos primeros años el Seminario estaba excesivamente cerrado. El Seminario lo tenía todo. '¿Un cepillo de dientes? Aquí lo tienes. ¿Cortar el pelo? Aquí lo hacemos. ¿Cine? Te lo ponemos nosotros'. Era un universo en sí perfecto. El primer obispo que conozco es Tarancón, que cuando volvía del Concilio Vaticano II venía a darnos charlas. Yo no entendía mucho, pero escuchaba a un algún seminarista mayor que decía: 'Mucho va a cambiar esto con el Concilio'. Tarancón cambió el rector y vino a buscarlo a la Tenderina: Manuel Gutiérrez. Cambió a los formadores y al padre espiritual. Nos dijeron que había que quitar la sotana y nos pusimos una corbatina estrecha y los pantalones un poco cortos, los de los sesenta. Así que poner sotana, quitarla, ahora de paisano, luego de clergyman... Hay generaciones de curas que son maravillosos y que han tenido que vivir muchas reconversiones".

Trabajo de parroquia. "Cambió el plan de estudios, porque Tarancón quería que estudiásemos el Bachillerato para que nos lo convalidasen civilmente. Después hicimos el preuniversitario (PREU) y la prueba de madurez para entrar en la Universidad. Todas aquellas pruebas fueron una criba y de los 150 que habíamos empezado en Covadonga quedamos siete. El Seminario de esos años lo recuerdo como una etapa de formación muy buena. Nos dieron un esqueleto a nuestra vida intelectual y un método de vida, de trabajo, de rigor. Comencé primero de Estudios Eclesiásticos y el Seminario tuvo entonces una etapa muy buena, según mi criterio, con Javier Fernández Conde de rector. Nos abrió al mundo exterior y cultural. Teníamos libertad para entrar y salir. Nos formaron en Teología con folios, y no con manuales. Profesores y rectores que luego llegaron a obispos dice de nuestras generaciones que nos formamos sin una solida Teología. Pues miren, es lo que nos dieron ustedes. Tuvimos profesores muy buenos y Juan Luis Ruiz de la Peña fue insuperable. Cogí con mucha ganas la Teología, la Cristología, la Escatología, la Mariología, la Sagrada Escritura. Yo estaba yendo a una parroquina rural y cuando llegó Conde me dijo: 'Te voy a enviar a una parroquia de Gijón en la que vas a aprender muchísimo', y envió los fines de semana a la Resurrección, con Silverio Rodríguez Zapico, que hacía una liturgia preciosa. Aquello me ayudó mucho por el trabajo con jóvenes, porque vi el trabajo de parroquia de otra manera y porque Silverio era cura que te iba contando todo".

Discoteca en Menorca. "Para ganar algo de dinero por el verano y no ser carga para nuestros padres, íbamos a trabajar fuera. Encontré algo en Salinas, peor el padre espiritual me dijo: 'No me convence; igual pierdes la vocación en Salinas'. 'Pues búsqueme usted un trabajo'. Me mandó a casa de los Corripio, en Villaviciosa, donde ayudaba, por ejemplo, de camarero y daba clases a los sobrinos. Un chofer me llevaba todos los días a Villaviciosa, a misa. Cuando había visita en la casa, decían: 'Este es el seminarista', y me daba un poco de rabia. Más tarde, tres seminaristas tuvimos la aventura de marchar a Menorca para trabajar en un hotel de camareros. Teníamos muy buena relación con los clientes, de tal manera que el dueño del hotel nos preguntó: 'Ustedes, ¿qué hacen por la noche?'. 'Nada'. 'Pues tengo una discoteca en el bajo, se la dejo y les doy un tanto'. Nacho Alonso tocaba la guitarra y aquello era como un fuego de campamento con los turistas, la mayoría ingleses. Hacíamos el baile de la escoba y él tocaba 'Ese lunar que tienes, cielito lindo..'.".

La amnistía en el Antiguo Testamento. "Luego, ya tuve experiencias pastorales en Caritas, como monitor para las colonias de verano con los niños más marginados de Asturias. Teníamos cursos de formación para prepararnos para aquel sector y esa conexión ya no perdí. Me ordeno de diácono en 1975 y me envían a San Pablo de la Argañosa, una parroquia muy buena y muy grande y un florecer de cosas. Yo llevaba los niños y los jóvenes y conecté con una asociación de vecinos, que en tiempos de Franco estaban prohibidas y por eso se llamaban asociaciones de padres. En ella estaban Antonio Masip y su esposa, Eloína Fernández, o Aida Fuentes. Cuando llego la reivindicación de la amnistía, les llevé a Emilio Olávarri para hablar del concepto de amnistía en el Antiguo Testamento. En 1976 me ordena de cura y me mandan a San Pedro de los Arcos, barrio limítrofe con la Argañosa. Allí había un cura muy bueno Rafael Ortea, que me dijo: 'Tú te encargas de la pastoral y yo de lo otro'. Y me pregunté: '¿Qué será lo otro?'. También me encargaron de hacer un centro de culto en Vallobín, que era un barrio que emergía y tenía problemas de droga. Alquilamos una antigua discoteca en la calle Vázquez de Mella y los sábados por la tarde había misa. Aquello fue un hervidero y creamos la asociación de vecinos. Fue un momento de explosión de la pastoral juvenil y unos chavales traían a otros. Llegamos a tener 150. A los tres años los curas de la zona oeste me eligen arcipreste. No lo vi claro, pero me dijeron: 'Vamos a hacer un arciprestazgo más activo y vamos a hacerlo entre todos'".

Un susto enorme. "En 1982 hay elecciones para vicarios y el que salía, salía (ahora es elección del obispo). Me votaron en primer lugar y me dio un susto enorme. Don Gabino me indicó: 'Te votaron y no puedo desdecir lo que dice la gente. Yo llevaba la respuesta preparada: 'No puedo aceptar; cogí el Código de Derecho Canónico y dice que el vicario tiene que ser mayor de 35 años, tener una licenciatura o ser experto en Derecho Canónico, y tener una probada virtud, pero yo no reúno esas condiciones'. Don Gabino replicó: 'Esas normas son sugerencias', y añadió: 'Piénsalo delante de Santísimo'. Me llama a los cuatro días y en la reunión están también el obispo auxiliar, José Sánchez, y el vicario general, Javier Gómez Cuesta. Y me dicen: 'Alberto, tenemos en cuenta lo que dices, pero vas a ir de vicario del Occidente, que es tu zona; necesitamos un joven que se mueva; los curas se sienten muy solos'. Y me nombraron. Llegué muy rápido a algunos cargos, lo cual me hizo madurar, pero creo que fue demasiado pronto todo. La verdad es que fue una gran experiencia de Iglesia. A don Gabino le tocó ser presidente de la Conferencia Episcopal y delegó mucho en nosotros. Las reuniones las presidía don José Sánchez, con el que llegué a tener una cercanía máxima. Visitaba todas las parroquias y en el coche llevaba el alba para concelebrar y un saco de dormir. Si se me echaba la noche encima, en cualquier rectoral me quedaba a dormir".

El vicario de las lechuzas. "Al vicario no lo conocían, y decían: '¡Ah!, ¿qué vicario? ¿El de las lechuzas?'. Era porque un vicario anterior sólo había mandado una carta de Patrimonio del Principado para que los curas no ahuyentaran las lechuzas. Se hizo una programación por objetivos, cosa que ahora está muerta. Para las decisiones más importantes contábamos con don Gabino, al que veo como el mejor obispo que he tenido. Es un hombre bueno, muy bueno moralmente, intelectualmente, espiritualmente y eclesialmente. Creo que se fue injusto con él. Acabé como vicario en 1987 y le pedí a don Gabino una parroquia. 'Tienes que seguir, la gente te quiere mucho'. 'No puedo seguir'. 'Si vas a un parroquia, a lo mejor te adocenas'. 'Pero quiero una parroquia donde haya trabajo'. 'No, y lo mejor va a ser que te capacites más; te dejo elegir'. Elegí Pastoral y él me dijo: 'Muy bien, tienes que hacerla con los Salesianos de Roma'. Allá fui, tres años, a la Universidad Pontificia Salesiana para hacer Pastoral Juvenil y Catequética. Residía en el Colegio Español y en unas fiestas me senté al lado del superior de una congregación de Navarra. 'Dé dónde es usted?', me preguntó. 'De la diócesis de Oviedo'. '¡Ah! De esa diócesis donde celebran la misa con latas de cerveza'. Me enfadé: '¿De qué diócesis me está hablando usted? No sé de nadie que celebre así la misa?'. 'Pues yo lo oí aquí, en Roma'. A los curas asturianos nos tenían por revolucionarios".

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