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Crónicas gastronómicas

El chef Anatole en el Edén de Brinkley Court

Ciertas consideraciones sobre el interés eduardiano por la alta cocina francesa a través de los disparatados personajes de las novelas humorísticas de Pelham Grenville Wodehouse

El chef Anatole en el Edén de Brinkley Court

Me habría gustado que Bertie Wooster estuviera en mi lugar para escribir que los personajes, él incluido, de las novelas de su tío Wodehouse jamás comieron el fruto prohibido. Que, como dijo Evelyn Waugh, refiriéndose a ese mundo inocente, son los únicos seres que siguen en el Edén, y los jardines del Castillo de Blandings aquellos jardines originarios de los que el resto de los mortales estamos exiliados. Y que el chef Anatole cocina la ambrosía para los inmortales del Olimpo. Wooster, como el propio Pelham Grenville Wodehouse recordó en su momento, escribió una vez un artículo para el semanario de tía Dahlia, "Milady's Boudoir" titulado "Cómo se viste el hombre bien vestido". Los Zánganos, el selecto club al que pertenece Bertie, han tenido la ocurrencia de trabajar alguna vez en la vida. Aunque, desde luego, muy raramente, tenían ganas de hacerlo, igual que también reconoció el autor de aquel universo de loisirs eduardianos y aristócratas ociosos -"englishmen of the upper classes/ are more amusing than the masses", que diría Patrick McGinley-. O lo que viene a ser mismo, los ingleses de las clases superiores resultan más divertidos que el populacho. No es algo dicho al azar, para demostrarlo están los libros de Wodehouse.

Es más, los zánganos y sus tías son extremadamente divertidos por mucho que nos perdamos de su irrepetible lenguaje musical en las traducciones. Zambúllanse en ese suflé de hallazgos verbales y lo comprobarán. Como ejemplo uno de los que cita Stephen Fry: "Ensarté una melancólica porción de huevos con beicon". O déjense llevar por el cliché etoniano de Wooster y su sabiondo e irrepetible ayuda de cámara, Jeeves.

Pero me refería a la tía Dahlia para enseguida ponerles en las manos del extraordinario y temperamental chef francés Anatole y sus exaltación de los jugos gástricos. Wodehouse nació en Inglaterra y murió en los Estados Unidos, pero entretanto vivió durante varios años en Francia, un país que ocupa un lugar preponderante en algunas de sus creaciones más coloristas. De allí importó a su edén de gandules con polainas interesados en la cría del cerdo al gran Anatole. El mismo que la manipuladora Dahlia utiliza de manera astuta para conseguir lo que quiere de sus invitados o aliviar a su marido, un auténtico mártir de los dolores de estómago.

Una cena a cargo de Anatole significa un pasaporte a la concesión de cualquier deseo, suaviza las voluntades y atempera los ánimos. Por algo se trata de un discípulo aventajado del gran Escoffier. Auguste Escoffier (1846- 1935) no sólo fue el chef francés que revolucionó la alta cocina y el autor de una de sus colosales obras de referencia, "Guía Culinaria", sino también el hombre que quiso disipar los recelos hacia las ranas y aunque ya lo he contado en otra ocasión merece la pena repetirse. Para ello se valió de un truco ingenioso, de un trampantojo semántico que dio la vuelta al mundo. Con un sentido del humor admirable, mucho más tratándose de un francés, el gran cocinero se propuso durante su estancia en el Hotel Savoy que los ingleses comieran las ancas del odiado batracio. Sucedió una noche con baile incluido. Escoffier dispuso para la velada numerosos platos fríos y entre ellos uno llamado nymphes a l'aurore, que fue la sensación. Los comensales no escatimaron elogios, todo ello sin saber que se trataba de los despreciables muslos de rana. A partir de esa noche, escribiría Escoffier, "el término frog eaters" -invento de los ingleses para denostar a sus vecinos del otro lado del Canal- "no se puede restringir a solo un pueblo". Con un caldo corto de sabor a hierbas aromáticas, enfriado y recubierto con una salsa de pimentón, las "ninfas" fueron servidas en un plato cuadrado, decorado con hojas de estragón cubiertas por un lámina delgada de gelatina de pollo. La alta sociedad inglesa hizo una reverencia y se las comió.

No hay ancas de rana en la cocina de Anatole y sí alguna concesión para saciar las fantasías de cualquier esnob eduardiano inclinado a la cuisine por cuestiones de moda, pero no hasta el punto de prescindir totalmente de la vieja comida británica: los asados y el pastel de carne o de riñones. Bertram Wooster es el primer seguidor del chef de la tía Dahlia, un excelente artista, un monarca de su profesión, el imán que siempre lograba atraerlo hacia Brinkley Court con la lengua afuera. Algunos de los momentos más felices de su vida los ha pasado, como él mismo rememora en "El código de los Wooster", comiendo los asados y los guisos del gran Anatole. O tristes, cuando ve alejarse la oportunidad de seguir disfrutando de la cocina francesa. El simple de hecho de no poder volver a excavar en los platos del chef de su tía le mortifica de la misma manera que tener que pasar el resto de su vida trabajando. Más incluso que ir a la cárcel. Bertie elige su menú, las últimas voluntades en la mesa del condenado a muerte. Una cena capaz de crear leyenda. Veamos.

-¿Empezamos con caviar? ¿O cantaloup?, le preguntan.

-Y cantaloup. Seguido de una sopa vigorizante.

-¿Espesa o clara?

-Clara

-¿No olvidas el velouté aux fleurs de courgette de Anatole?

-Ni por un momento. Pero ¿y su consomé aux pommes d'amour?

-Quizá tengas razón".

Detrás del caviar fresco y del dulce melón provenzal, llegarían a la mesa el consomé (una rica sopa de tomate rosado), langosta con una salsa de cangrejos de río horneada en masa de hojaldre abierta con brandy y crema, pechos de pollo (mignonettes) cocinados en madeira con colmenillas y trufas; puntas de espárragos a la Mistinguette; supremas de foie gras al champaña; nieve a las perlas de los Alpes (un plato de huevos salpicado de pequeños dulces de licor Chartreuse); timbal de mollejas de ternera con setas y trufas; una ensalada de hojas de endibia y apio, y para cerrar pudín de ciruelas, etoile au berger ( esponja de almendras), helados, petit fours y una selección de frutas. Todo ello sin contar el cordero a la griega, que finalmente es incluido en el menú.

¿Qué más se puede pedir?

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