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Crónicas gastronómicas

La estación y sus inventos

Hoy en día son demasiadas las cosas que se pueden comer todo el año, la pregunta es si hay que hacerlo; no hay mejor composición de tiempo y lugar que consumir el producto de la temporada

La estación y sus inventos

Del otoño, aunque también del invierno, se agradecen esos días azules lavados, que diría Pla, que se presentan en compañía de pequeñas y vaporosas blancas nubes errantes. Y los horizontes de claridad seca y precisa. Cuando la luz parece destilada, el aire se afina y uno se pregunta ¿para qué va a llover? Llueve porque es necesario y, además, caen unas gotas y aparecen los primeros rayos de sol y acto seguido lo hacen las setas, dispuestas a saciar apetitos. Entre ellas los boletus edulis o ceps, característicos del otoño, que no poseen las exuberantes fragancias de la seta de primavera, pero ganan en carnosidad y en sabor, con su inconfundible regusto a avellana cruda. El cep se puede comer tal cual sin cocinar, pero resulta perfecto tras un ligero salteado y una suave plancha para calentar sus láminas. Así conserva impecable su estructura, sin que se altere lo más mínimo. El calor potencia el gusto sin perjudicar los aromas, que, en este caso, no son su punto fuerte.

La palabra cep procede de un vocablo gascón que significa cepa o tronco. Su visión bajo las hojas rojizas contribuye a suavizar el tránsito doloroso de las vacaciones del verano a las ocupaciones laborales en las primeras escapadas de fin de semana al campo. Ahí lo tenemos, de pie, con su aspecto tubular bajo un sombrero, cuando el año declina y el aire se enfría. Son discretos, por eso los buscan los rastreadores de hongos avezados en los rincones ocultos de los sotobosques. Se cortan por la base del pie con limpieza e inmediatamente se llevan a la nariz para percibir ese olor dulzón de fruta madura que desprenden. Comerlos sin acompañamiento es un acierto pero tampoco hay que desechar la posibilidad de combinarlos con otros productos típicos de la estación, unas castañas, una crema de chalotas, con pasta (pappardelle) o cuando llegan los caracoles, salteados con ellos en compañía de una lonchas de lardo.

Hoy en día son demasiadas las cosas que se pueden comer todo el año; la pregunta es si hay que hacerlo. Lo mejor de todo es disfrutar en la medida que se pueda de las estaciones que a veces pasan demasiado rápido y otras apenas se notan. Tantos meses de frío y de lluvia, cuantos de calor. No tenemos otra manera mejor de hacernos una composición del lugar y del tiempo que consumiendo el producto de la temporada que, como es natural, en función de la latitud, no siempre es el mismo aunque se parezca.

La coliflor, por ejemplo, está un poco olvidada. Hemos elegido, en su lugar, el brócoli que, al ser de color verde saludable, nos parece más apetitoso. Pero yo no puedo olvidarme de una crema de coliflor con panceta frita crujiente, de un gratén al curry o con bechamel, de la coliflor con anchoas y aromas de romero, o simplemente de los fritos de coliflor, que durante la infancia se convirtieron el único argumento convincente para animarme a comer hortalizas. Hay mucho más en la despensa: la col roja con manzana, las mejores cebollas, las patatas de todo tipo, la rutabaga o el colinabo, y toda la familia de los nabos, incluido el apionabo, aunque su belleza no le ayude demasiado a realzar en una cesta. También, las chirivías que tienen más sabor que las zanahorias y éstas que no dejan de acompañarnos, crudas, en guisos, como guarnición, caramelizadas, confitadas, etcétera. No concluirá el otoño sin que me regale un tian de patatas con rutabaga y panceta ibérica. Veamos cómo se hace esto. Es muy sencillo. Lo primero es calentar el horno a 160 grados. Se cortan en rodajas finas las rutabagas y las patatas, de un tamaño similar, con un cuchillo fiable o una mandolina. Se colocan alineadas en vertical, en capas alternas, intercalando la panceta, en una fuente resistente al calor. Se salpimienta y se vierte aceite de oliva. Hornear aproximadamente una hora y cuarto.

La calabaza es otro de los inventos maravillosos de la naturaleza. Pertenece a una de las familias más numerosas y variadas del reino de las hortalizas. Abundan de distintos colores, sabores, las hay para todos los gustos, desde los calabacines del verano con sus flores, hasta las famosas anaranjadas de otoño/invierno de las sopas, los gratenes y las farsas de los raviolis que hacen felices a los italianos del norte. O la omnipresentes squashes con que los americanos acompañan cualquier comida casera o asado, junto a las también inevitables mazorcas de maíz. Un puré de calabaza o un chutney son opciones estupendas, mismamente unos buñuelos fritos, alegrándole la vida a la pasta o a las castañas.

Las castañas no le gustan a todo el mundo. Hay quienes las consideran demasiado insípidas, apatatadas pero con el vino y la sidra dulces han llegado a convertirse en una especie de ritual. La castaña tiene un alto contenido de carbohidratos, poquísima grasa, muchas proteínas y nada de colesterol. Y es, además, un fruto que, si bien fue protagonista de hambrunas y subsistencia, mantiene desde hace tiempo cierta aureola de exquisitez gracias al marrón glacé al brandy. La sopa de castañas ha pervivido en el recuerdo campesino. Esta sopa cocinada con mantequilla, chalotas, un caldo de ave, algo de crema líquida y magret de pato ahumado no se olvida con facilidad.

Pronto, noviembre dará paso al veranillo de San Martín, y después el invierno. Vita brevis.

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