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Crónicas gastronómicas

La dama del pico largo se oculta

La becada es para la generalidad de los aficionados a la buena mesa de la caza de pluma la carne por excelencia, rara y de un sabor exquisito; culinariamente está por encima de cualquier otra

La dama del pico largo se oculta

La becada es, para la generalidad de los aficionados a la buena mesa de la caza de pluma, la carne por excelencia, muy por encima de cualquier otra. La becada, en Asturias arcea, en otros lugares chocha, sorda, gallinuela, es un ave zancuda migratoria, de pico largo y flexible y patas cortas, se alimenta de los gusanos que encuentra a su paso hurgando por el bosque y camina más que vuela. No se deja ver, su plumaje tiene el color de las hojas secas y por ese motivo suele pasar desapercibida. Noviembre es el mes de al año en que su carne está más tierna y resulta más grasa. Escasea, se trata de un pájaro tan raro como exquisito. Aunque su comercialización está prohibida desde hace tiempo, la alta cocina le tiene reservado un lugar de honor con el salmis o salmorejo, el relleno de trufas de Dumas, o la bécasse sur canapé, de tradición franchute, que tanto le gustaba a Josep Pla. Se asa el pájaro después de haberlo vaciado. La tripa se brasea y se extiende por una tostada. Encima se coloca la becada asada con los jugos de la cocción.

En la cocina moderna, cuando existe la oportunidad de disponer de las preciadas piezas, la becada se prepara fresca. El faisandage o la faisandización se brindaba en otras épocas para evitar la rigidez de la carne cruda a cambio de algo de toxicidad que en la actualidad se desprecia, en parte por razones higiénicas. Pero antiguamente se sucedían los dichos sobre la putrefacción de la caza: "Tapar la nariz y comer la perdiz" o "Chocha y perdiz, con la mano en la nariz". Y había otro aún más sucio por la propia asociación de las palabras: "La perdiz con el dedo en la nariz".

La faisandización procede de la Francia del siglo XVIII, del Imperio y de la Restauración. La moda la impuso el célebre tendero parisino del Palais Royal, proveedor de Balzac y durante muchos años el comerciante de alimentación más famoso de la Ciudad Luz. Chevet colgaba los faisanes a la vista del público hasta que uno a uno, descompuestos, iban cayendo sobre un lecho de paja que tenían de colchón. Era el momento de cocinarlos. De ahí, el faisandage, que en realidad ha dejado de tener sentido en la tendencia actual de asar la caza de pluma en dos o tres puntos o cocciones, en vez del tradicional salmis, un guiso para el que la becada tenía que airear entre seis y ocho días como mínimo. Incluso podía sobrepasar los ocho días de ventilación en lugar fresco. Pero ya digo a los cocinero actuales no les gusta la maduración excesiva de la caza. Refiriéndose en particular a las arceas, Marcos Morán, chef de Casa Gerardo, suele decir que a partir de la primera semana ya se puede cocinar y tras la segunda se puede tirar. En el salmis de Morán, las entrañas, junto con el chocolate, el caldo, la cebolla y el vino blanco forman parte del guiso de la arcea en su cazuela, un proceso lento y delicado de cocción, tal como merece un ave tan especial.

Además de los múltiples nombres que adquiere, dependiendo del lugar, a la misteriosa y escurridiza becada se la conoce también por "la dama de largo pico" o "la divina". Sus admiradores han aprendido casi todo lo que se puede saber de ella, sin embargo, como saben los cazadores más avezados, nadie es capaz de adivinar cuándo aparece y desaparece. Es muy desconcertante la becada. Por si todas las rarezas del mundo no fuesen suficientes para describirla en su singularidad, es la única ave de todas la que existen, junto a la oca salvaje, que no tiene versión masculina. Por eso se trata de una dama, dama. No es nada tonta, al parecer, y sus sesos la distinguen siendo considerados un bocado minúsculo pero delicioso. No existen tampoco plumas tan finas y a la vez tan sólidas. Todo resulta apetecible y gracioso en la becada salvo esa manía que tiene de desaparecer y aparecer sin que se sepa donde, como si se tratara de Houdini.

El tordo, negroazulado, también resulta una pieza cinegética golosa. Más preocupante resulta cómo lo pillan por causa de su glotonería. Una vez que se harta de bayas en la montaña, sobrevuela el llano para abalanzarse sobre los olivos y comer las aceitunas. Los campesinos lo que hacen es poner pegamento en las ramas y los pajaritos quedan prendidos de ellas hasta que mueren extenuados al intentar desprenderse. Luego cuelgan como si se tratase de los adornos fúnebres de un árbol de Navidad. Cuando no es así, al tordo lo espera la red, como al hortelano escribano. El tordo se asa, preferentemente poco y a la parrilla.

La perdiz es otra de las piezas apreciadas por los cazadores. Su carne es algo correosa y no siempre la cocción contribuye a mejorarla. La verdura, el repollo, la berza o aquello que la acompañe suele sentirse beneficiada de ello. Pero no así la propia perdiz. Le ocurre, en cierta medida, como al faisán. Incluso como a aquellos de Sálvora con los que fabulaba Cunqueiro, de pedigrí bizantino o emparentados con el monje de Mostar, que trajeron en jaula de plata a Compostela, para ver si se reencontraba con su forma primitiva, después de haberse comido un alón y convertido en pájaro.

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