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Los vestigios del pasado económico reciente

Patrimonio industrial: ahora o nunca

La falta de conciencia social y política sobre el valor de los vestigios de la Asturias fabril pone en situación límite unos conjuntos de gran valor

La Fábrica de Armas de Trubia. Miki López

La mirada de Víctor Fernández se pierde en algún punto de la sólida estructura del castillete de Pumarabule cuando empieza a recordar. Empieza a recitar nombres mientras sus dedos, adornados con los callos que ganó en el fondo de la tierra, brillan al sol. "Dieciséis", cierra Fernández. ¿Y ahora? "Fácil", responde, "hay dos, otro que abre de manera itinerante, a temporadas, y la cafetería del centro de los pensionistas". Dieciséis contra tres y medio. Las cifras hablan, los hombres asienten. "Antes el pueblo estaba vivo", explica con añoranza Juan Carlos Ruiz. Ahora, Carbayín se resiste a morir, aunque el cadáver de la mina de Pumarabule, que fue el motor de la parroquia, les recuerda día tras día que cualquier tiempo pasado fue sin duda mejor. Las cifras hablan: en los años finales del pasado siglo, cuando la mina pasaba por sus últimos momentos de esplendor y 1.100 familias vivían del carbón que salía de las entrañas de Carbayín, había dieciséis bares en el pueblo. Hoy quedan tres y medio. Los hombres asienten.

La nostalgia es un sentimiento de digestión dura. Puede llegar a bloquear a una persona, a una comunidad. En Carbayín, sin embargo, prima la rabia. Y es un motor poderoso. Rabia por las promesas incumplidas, las que hablaban de un nuevo amanecer con un polígono industrial donde antes había una mina. Rabia por la pereza de las administraciones, que llevan siete años para arreglar las grietas que amenazan 66 viviendas de la barriada. Rabia por tener que reclamar una y otra vez lo que les corresponde, como la instalación del Cetemas en la localidad, lograda hace unos meses tras años de pelea. Rabia por ver el pozo Pumarabule arruinarse día tras día, convertido en refugio de quinquis, en despensa de los cacos, en ruta del colesterol.

Esto no es exclusivo de Pumarabule. En cada esquina de Asturias hay relatos similares. En el mejor de los casos, se conservan un castillete, la ruina de una factoría y una estación de tren abandonada que los ilustra. En el peor, la voracidad inmobiliaria de las décadas pasadas ha acabado con todo. Cuando eso ocurre ya no hay rabia: sólo nostalgia.

Pumarabule estuvo cerca de perder eso también: "Quisieron tirarnos el castillete grande", relata Fernández. "Cuando hicieron el primer plan para instalar un polígono donde estaba la mina, catalogaron el castillete pequeño y la sala de máquinas de al lado. Decían que era mucho más valioso que el otro, porque era de 1917, que es cuando se empezó la explotación en vertical en Pumarabule. Es mentira: aquel castillete lo tiraron a principios de los ochenta, estaba yo en la mina, y unos años después levantaron este otro, de metal", relata Víctor Fernández. Los antiguos mineros de Pumarabule alertaron del error a los responsables del plan y reivindicaron la relevancia del imponente castillete central, erigido en la posguerra. La respuesta de algún "responsable", cuyo nombre han optado por olvidar, les dejó fríos: el castillete grande ocupa mucho espacio. "Querían tirarlo para dejar sitio para las naves. Les estorbaba. Pero nos negamos en redondo", sostiene Fernández.

Esta escena tampoco es exclusiva de Pumarabule. Históricamente, Asturias ha sido una región muy poco respetuosa con su patrimonio cultural. Pero el industrial ha sido el auténtico "patito feo", un conjunto absolutamente prescindible que ha sido continuamente postergado de los planes públicos y privados. "Hay que mirarlo en perspectiva: del patrimonio industrial no hemos tenido conciencia hasta anteayer. No podemos pedir que se le diera un valor cuando no lo había", sostiene María Fernanda Fernández, historiadora del Arte, consultora y gestora cultural.

Esta visión está cambiando, aunque el proceso está siendo lento y duro. Días atrás, la Consejería de Educación y Cultura del Principado presentó el informe "El patrimonio industrial de Asturias", redactado por la arquitecta Clara Rey-Stolle, técnica del Servicio de Patrimonio Cultural del Principado. Un documento encargado por la Dirección General de Patrimonio Cultural cuyo objetivo es radiografiar el estado del patrimonio industrial con vistas a actualizar y ampliar el inventario que manejan los servicios autonómicos, que tienen ya treinta años.

Sus resultados son desoladores: Rey-Stolle constata cómo, pese a estar catalogados, en los últimos años se han perdido un centenar de edificios, 44 de ellos en Gijón. Una dinámica que manda un mensaje claro: hay que actuar de inmediato para garantizar la conservación del patrimonio industrial.

El informe de Clara Rey-Stolle pone sobre el tapete muchos aspectos de los que hay que debatir. El primero, que la batalla por la conservación del patrimonio industrial de Asturias se está perdiendo en los concejos. La falta de una metodología unificada a la hora de hacer los catálogos urbanísticos que incluya un trabajo de campo en profundidad, el escaso rigor a la hora de abordar el registro de los bienes y una concepción obsoleta de qué es un bien patrimonial lastran la defensa y conservación de estos inmuebles. Apenas una quincena de ayuntamientos asturianos cuentan con catálogos urbanísticos eficaces y ajustados a la legalidad en lo tocante al patrimonio industrial.

La Administración regional tampoco es inocente. Aparte de que tiene competencias propias, no es que haya hecho sus deberes: en la actualidad sólo hay cinco elementos de carácter industrial que gozan de la catalogación como bien de interés cultural (BIC), figura máxima de protección que contempla la legislación. Son el castillete de la mina de Arnao (Castrillón), los pozos Sotón (San Martín del Rey Aurelio), Santa Bárbara (Mieres) y San Luis (Langreo), y la ovetense Casona de la Regla, testimonio del "Cortixu de Regla", un intento temprano de industrialización en el siglo XVIII.

Se ha estudiado la catalogación como BIC del conjunto de la central termoeléctrica de Soto de Ribera (Ribera de Arriba) y el salto de Salime (Grandas de Salime), aunque este último expediente, incoado en 2004, caducó sin resolución.

Más complejo es el caso de la Fábrica de Cerámicas de San Claudio, un conjunto que fue declarado BIC en 2009. Pero una sentencia posterior del Tribunal Superior de Justicia de Asturias (TSJA) tumbó esa declaración, por lo que este emblemático conjunto fabril no goza actualmente de esa protección.

"Es el segundo caso más triste que me ha tocado como profesional. Creo que es un fracaso como sociedad", relata María Fernanda Fernández, que con su empresa Pozu Espinos trabajó en la catalogación de los bienes de la fábrica. "La mayor parte del trabajo la asumió Roberto Álvarez, y creo que fue irreprochable. Fue un trabajo exhaustivo, realizado además en un ambiente hostil, con una acritud total por parte de la empresa y una gestión política con la que yo no estoy de acuerdo", explica Fernández.

Pese a la dureza de ese proceso, María Fernanda Fernández vivió otro más difícil en lo personal: la demolición del lavadero de La Cuadrilla, en Turón. "Lo vi tirar y no condujo a nada. Era un lavadero espectacular, de la década de 1920, y se perdió para siempre. Para mí, que estaba en plena época de formación, fue demoledor", reconoce.

Cada historiador, arquitecto o geógrafo que trabaja en el ámbito del patrimonio industrial tiene un trauma similar. Todos recuerdan algún edificio o conjunto que se demolió sin contemplaciones, sin necesidad.

"El icono de la destrucción es el caso de la estación del Vasco de Oviedo, un derribo que todavía es el símbolo de lo que no se debe hacer. Fue una actuación equivocada, y se actuó con desmesura", afirma Javier Fernández López, director del Museo del Ferrocarril de Asturias. Son varios también los que citan el proceso que se vivió en Lieres, en el pozo Solvay, diez años atrás. En aquella ocasión se planteó un debate crucial: qué se debe conservar. La duda dividió a toda la comunidad, entre los que defendían proteger todo lo posible y los que querían derribar las antiguas instalaciones para que Hulleras del Norte, S. A. (Hunosa), pudiera construir un polígono industrial. Finalmente, se llegó a lo que parecía una solución intermedia: se conservaron unos pocos elementos, los más valiosos, y el resto se derribó para hacer el polígono, que abrió sus puertas en 2011. Pero cinco años después, la única empresa que se prevé instalar en Lieres es la propia Hunosa, que quiere abrir allí un centro de tratamiento de madera. Nadie más.

"Hunosa no tiene una política de responsabilidad social corporativa. Es una empresa que se dedica a sacar carbón y no ha sabido adaptarse a este nuevo tiempo. Sí que parece que la Administración del Principado ha llegado a un punto de maduración, pero a las empresas creo que aún les falta bastante", sostiene el arquitecto José Ramón Fernández Molina. A su juicio, el informe de Rey-Stolle es un paso importante, aunque le preocupa que la Administración se centre en la catalogación de edificios, una necesidad básica, y olvide garantizar la conservación de algunos conjuntos que están en peligro inminente de ruina.

El patrimonio minero, en todo caso, no es el que más preocupa a los expertos. Un simple vistazo a los bienes inventariados arroja una evidencia: las estructuras mineras y ferroviarias y los equipamientos de viviendas obreras suponen un millar, en concreto 1.003, de los 1.718 elementos inventariados. En cambio, los elementos constructivos y metalúrgicos y las empresas del sector agroalimentario tienen menos presencia. Y otra cuestión es la de los bienes muebles, como puede ser la maquinaria asociada a determinadas actividades, que no siempre se han respetado.

Éste es otro aspecto crucial, quizás el más importante, sobre el que alertan los expertos: el patrimonio industrial no es sólo la infraestructura. "Simplificando las cosas, podemos decir que hay tres tipos de patrimonio industrial. Está el inmueble, el contenedor, pero también hay un patrimonio mueble, que en ocasiones era más importante, y también un patrimonio inmaterial", explica Javier Fernández López. Este último es especialmente frágil: "Si tenemos las máquinas pero no conocemos la cultura del trabajo de la minería, si no sabemos para qué sirven, no valen para nada. Ahí los testimonios son importantes, pero las personas somos irreemplazables: en cuanto nos morimos, ese documento desaparece", sostiene Fernández López.

La importancia de educar y de hacer comprender a la ciudadanía estas tres tipologías patrimoniales es, a ojos de los expertos, clave. Como también lo es entender el patrimonio industrial no como elementos aislados, sino como parte de un conjunto mayor.

Uno de los principales expertos en patrimonio industrial de Asturias, el geógrafo Aladino Fernández, lo explica con dos ejemplos: "Hay casos muy llamativos como los de las fábricas de armas, tanto la de Oviedo como la de Trubia, que deberían ser conjuntos históricos. Especialmente en el caso de Trubia, en el que la protección debería ampliarse a todo el núcleo", sostiene.

En casos como el de Trubia o como el de Bustiello, en Mieres, son evidentes. En este poblado minero, María Fernanda Fernández trata de conectar todas las vertientes del patrimonio industrial para inculcar a los visitantes la importancia de estos vestigios: "El patrimonio son las personas. Cuando ponemos el acento sobre los equipamientos olvidamos que la clave es la transmisión de los valores".

Esta conexión puede verse incluso en entornos menos evidentes, como son las ciudades. La importancia de Ensidesa para el desarrollo urbano de Avilés o de las fábricas de armas y de gas para Oviedo son cruciales. "Son espacios llamados a seguir creando ciudad, fundamentales para los desarrollos urbanos a medio plazo", sostiene el geógrafo Toño Huerta. Por ello, el momento para protegerlo es ahora, sobre todo en atención a lo que ocurrió en la otra gran ciudad asturiana, Gijón, en el pasado.

"A partir de la década de 1960, Gijón tuvo un desarrollo urbano como ninguna otra ciudad. Había una gran diversidad industrial, en diez años llegaron 15.000 o 20.000 personas. Era como el Oeste, no se respetaban planes ni nada, entre otras cosas porque todo el mundo quería su parte, y el primero el Ayuntamiento, que recaudaba mucho dinero", explica José Ramón Fernández Molina.

Esos tiempos han quedado atrás, al menos por el momento. Ahora es el tiempo de las ruinas, también el de la rabia. Pero de entre los restos, del cadáver insepulto de la Asturias industrial, también puede construirse un futuro. "Somos una potencia en patrimonio industrial, la segunda región de España, sólo por detrás de Cataluña. Y en patrimonio minero la primera. Y eso es un activo que debemos aprovechar", concluye Javier Fernández López.

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