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Industria farmacéutica

La necesaria participación del sistema público para conocer y controlar los precios del desarrollo de los medicamentos, cada día más caros

Industria farmacéutica

Gaspar Casal describe varias epidemias de ictericia que yo atribuyo a la hepatitis A. Este virus se contagia por las heces y produce inmunidad. Supongo que entonces, en el primer tercio del XVIII, la mayoría de la gente bebía agua de fuentes que no estaban contaminadas por heces humanas. Pero en Oviedo y otras ciudades probablemente las aguas fecales se mezclaran con las de bebida. Mientras recibieran el virus los niños de temprana edad la enfermedad no producía síntomas. Esa inmunidad quizás hiciera desaparecer de la circulación el virus hasta que alguien de fuera lo introdujera en la cadena del agua. Entonces los niños no estarían inmunizados y se produciría una epidemia. Lo mismo ocurre con la polio. Si el contacto con el virus, también feco-oral, es temprano, no habrá enfermedad, pero si el niño tiene ya varios años puede producir la parálisis infantil, y en el adulto es mortal. Hubo una epidemia en las primeras décadas del siglo XX: habían mejorado las condiciones higiénicas y muchos niños no se infectaban en la primera infancia. En EE UU se creó la marcha del céntimo para recaudar dinero con el que investigar una vacuna. Johanes Salk la consiguió y demostró con un ensayo clínico masivo, de varios millones de niños, que protegía. Entrevistado en la televisión le preguntan: "¿Quién posee la patente de esta vacuna?". Salk queda aparentemente desconcertado. La gente, supongo, contesta: "No hay patente". Y finaliza con una frase memorable: "¿Acaso se puede patentar el sol?".

Eso era en 1955, cuando desarrollar un medicamento no costaba tanto como ahora y cuando el afán de lucro no movía la rueda de la escandalosa manera que lo hace hoy.

La industria farmacéutica tiene dos caras: vive de la enfermedad y colabora para curarla. Le interesa que haya enfermos; de hecho, en las epidemias suben las acciones ante las perspectivas de ventas. Y cuando una enfermedad se hace rara o la fabricación del fármaco es muy barata, el precio del producto se incrementa pues para que haya mercado otros tendrían que producirlo y a nadie le interesa montar una cadena si no hay muchos beneficios. Por ejemplo, la colchicina, para la gota, cuesta hoy 5.000 veces más en algunos países.

Las patentes son quizás el mayor problema que tiene el sistema sanitario. Los fármacos que se desarrollan actualmente tienen en general un coste brutal. Un tratamiento de 100.000 euros al año ya no es sorprendente. Si la financiación del sistema sanitario público es de aproximadamente 1.500 euros al año por persona, un solo paciente se lleva lo de 67 personas. A medida que el mercado ofrece más tratamientos de este tipo, la posibilidad de financiarlos decrece.

El problema está en el coste del desarrollo de un nuevo fármaco, de manera que las compañías sólo invierten si tienen seguro un beneficio. Hasta ahora tienen un mercado cautivo. Una vez se demuestra que el fármaco funciona y sus efectos secundarios son tolerables, las agencias de medicamentos lo aprueban para que entre en el mercado. Y qué se puede hacer entonces, quién puede negar un tratamiento eficaz. En algunos países intentan poner coto al coste en función de la efectividad: 40.000 euros por año de vida ganada ajustado por la salud. Es un proceso lento, caro, polémico y que muchas veces fuerza conclusiones salomónicas.

Conviene recordar cómo se desarrolla un nuevo fármaco. Casi siempre la investigación básica está financiada con fondos públicos. Antes de 1980 en EE UU, el país que más gasta, esa patente no se podía vender, ahora se puede ceder a la industria farmacéutica. Allí la perfeccionan, comprueban su biología y cuando conocen dosis y efectos secundarios plantean el experimento que la puede llevar al mercado. Es un ensayo clínico en el que la mitad de los pacientes reciben el tratamiento estándar y la otra el experimental. El estudio es muy caro, algunos dicen que el 30% del coste del medicamento. Claro, la industria farmacéutica no tiene un banco de pruebas, para ello debe acudir al sistema sanitario.

En este proceso hay varios beneficiados. El principal, el paciente, que recibe un tratamiento más eficaz. Ése es el primer objetivo. Como dice una experta, antes la investigación sanitaria se planteaba el dilema entre hacer dinero o hacer el bien. Salk eligió lo segundo en 1955, pero cuando todo esto cambió aceptó formar una empresa para desarrollar una vacuna contra el sida por dinero. Ahora priman los beneficios económicos sobre los sociales. También hay un beneficio, para el médico o la institución, por incluir un paciente en un ensayo clínico: unos 5.000 euros.

Pero el riesgo de estos beneficios es demasiado alto. Y si el sistema no puede pagar, la industria farmacéutica se resentirá. A los dos les interesa encontrar una solución. Nadie, excepto ellos mismos, sabe lo que cuesta el desarrollo de un fármaco. Quizás el sistema público deba participar en todas las fases del desarrollo para conocer y controlar los precios. Más aun si financia la investigación básica. Y si en su seno se hace el ensayo clínico, su participación debería ser más activa.

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