La Nueva España

La Nueva España

Contenido exclusivo para suscriptores digitales

El "bosque encantado" de Rilke

"Vivir aquí es glorioso", escribió el poeta en una estrofa de la VII Elegía que inspiró el castillo de Duino, un lugar mágico de la costa oriental de Italia entre el acantilado y el profundo mar azul

El "bosque encantado" de Rilke

"Hiersein ist herrlich" ("Vivir aquí es glorioso", estrofa de la VII Elegía). O del bosque encantado, da igual. Una mañana, hace algo más un siglo, Rainer Maria Rilke estaba visitando a su amiga, la princesa Marie von Thurn und Taxis-Hohenlohe, en su castillo junto al mar en Duino, a unos kilómetros al norte de Trieste. El poeta tenía 36 años, desconsolado y enfermizo, era un hombre taciturno contemplando sus miedos y fracasos. La princesa quizás debía de ocuparse de sus negocios en otra parte; tal vez entendía la necesidad de su invitado de permanecer en soledad; igual pensó que la suya era en aquel momento una mala compañía para él. En cualquier caso dejó el castillo, y a Rilke, en manos de los empleados.

Corría enero, y soplaba furiosa la bora, un viento de mil demonios que azota de vez en cuando Trieste. A Rilke, sin embargo, le gustaba caminar por los acantilados con vistas al Adriático. En una ocasión, se hallaba lamentándose cuando sus pensamientos fueron interrumpidos por una voz que parecía emerger de la tormenta. Hoy en día, en cualquiera de los balcones del castillo que se asoman al Golfo, se puede imaginar uno la escena. La voz ha quedado grabada en la historia universal de la poesía: "¿Quién, si gritara yo, me escucharía en los celestes coros de los ángeles?" Así comienza "Elegías de Duino", que incluye algunos de los poemas largos más admirados del siglo XX. La historia, a su vez, contada por la princesa en sus cartas, se repite a lo largo de la vida de Rilke y resume su aislamiento en aquel lugar mágico de la costa oriental de Italia, entre un escarpado acantilado de piedra caliza y el profundo mar azul; con un feroz clima mitigado por las comodidades; el esplendor que duerme en silencio, y la reputación alcanzada como refugio de exiliados distinguidos y artistas excéntricos.

La tarde del pasado junio en que visité Duino amenazaba tormenta. Afortunadamente no estaba instigada por la bora, pero el cielo empezó a abrirse de repente y la idea de refugiarse entre las almenas cobró fuerza. El Castillo de Duino se encuentra en el pueblo costero del mismo nombre, en la región de Friuli-Venezia Giulia, Italia. Para ser exactos hay dos castillos en Duino, ambos construidos sobre las estribaciones rocosas de la cordillera del Carso, que sobresalen hacia el Golfo de Trieste. El que se encuentra más al norte es el precursor del otro. Conocido como "el castillo viejo" se remonta al siglo XI. Pertenecía al patriarcado de Aquileia. Actualmente está en ruinas y no se puede visitar. El segundo, "el castillo nuevo", fue construido durante el siglo XIV, por orden de la familia Waldsee, sobre las ruinas de un puesto militar romano llamado Castellum Pucinum, que utilizaba el emperador Diocleciano en el siglo III. En el siglo XV, el castillo fue destruido casi por completo por los turcos. En 1483 murió su propietario Ramberto III de Waldsee y pasó a la Casa de Austria. Después de caer en manos venecianas fue reconquistado en 1508 por el emperador Maximiliano quien lo donó a Giovanni Hofer. La fortaleza cuadrada se levantó en el siglo XVI. Una centuria más tarde fue a parar a la familia Thurn und Taxis que mantuvo la propiedad hasta que en la pasada primavera, uno de los descendientes, Carlo Alessandro di Torre e Tasso lo vendió a la sociedad "Ty Bein", con sede en Luxemburgo por cerca de 10 millones de euros, todo el complejo, incluida la edificación moderna dedicada a centro de congresos. Desde el XVII hasta el XX, los anteriores dueños fueron anfitriones de muchos invitados de renombre; Johann Strauss y Franz Liszt, la emperatriz Elisabeth de Austria (Sissi), el archiduque de Habsburgo Maximillian y su novia Charlotte de Bélgica, los condes de Chambord, el archiduque Franz Ferdinand de Austria, Mark Twain, Rilke y, más recientemente, Carlos de Inglaterra, entre otros. Durante la Segunda Guerra Mundial, fue utilizado por los alemanes que, en 1943, construyeron un bunker en las rocas para defender la base naval vecina de Sistiana de un posible ataque aliado. Después, los británicos lo usaron como almacén de combustible. Alberga un pequeño museo de los horrores en medio de una humedad espantosa, del que se puede prescindir salvo que la curiosidad corroa al visitante.

El castillo está abierto al público. La entrada cuesta siete euros. Se puede llegar a él tras media hora de viaje desde el centro de Trieste. Su ubicación impresiona. Eleva asomado al mar, sobre un acantilado y rodeado de cerca por jardines y, más a lo lejos, por montañas. Un precioso patio reservado a eventos y una cafetería acogen al visitante. En su interior, existen casi una veintena de habitaciones que mantienen la decoración de la época. Se impone la elegante escalera en forma de espiral diseñada especialmente por el arquitecto Andrea Palladio, y el viejo piano Bösendorf, en el que tocó Liszt. En realidad, el castillo de Duino es un museo de valiosos instrumentos de cuerda tal como corresponde a las aficiones musicales cultivadas por la familia propietaria durante décadas. La biblioteca, el comedor con la mesa puesta y el amplio pasillo están salpicados de ventanas y balcones desde los que se puede contemplar en lo alto el brillante azul intenso del mar Adriático. En la pared junto a una de las ventanas figura una copia del manuscrito de la primera elegía.

Rainer Maria Rilke (1875-1926) nació de padres alemanes en Praga, cuando esta era una de las grandes capitales del antiguo Imperio Austrohúngaro, y viajó por toda Europa, Rusia y Egipto, pero encontró su lugar del alma en Duino. El castillo está asociado a la princesa Marie von Thurn und Taxis y a sus herederos. Hohenloe de ascendencia, Marie sumaba a sus ilustres apellidos los de su adinerado marido, Thurn und Taxis, descendiente de la rama checa de esta dinastía. Era una devota de las artes. Como cuenta Mauricio Wiesenthal, había sido educada entre versos de Dante y Petrarca, partituras de Beethoven y de Mozart, violines y encajes de Venecia. Hablaba italiano y alemán, y se hizo amiga Rilke desde el momento en que se conocieron en París. Lo invitó a Duino haciéndole prometer que debería permanecer allí todo el tiempo que deseara. Enseguida se convirtió en su confidente y admiradora.

El matrimonio Thurn und Taxes mantenía muy buena relación, y Alexander, el marido, no se interponía entre las amistades de su mujer. Tuvieron tres hijos. Erich, uno de ellos, contaba casi con la misma edad de Rilke y era padre de varios niños. Alexander (Pascha), el mimado de su madre, estaba casado con la princesa de Ligne y mantuvo una fuerte amistad con el poeta. Le animaba a explotar sus dotes de vidente, un asunto que conviene eludir en esta ocasión.

Con frecuencia, Rilke permanecía, sin más compañía que la de los sirvientes, en el castillo durante semanas. Se dice que Alexander y Marie von Thurn podían recorrer Europa de lado a lado haciendo etapa en cada una de sus numerosas propiedades. El poeta, mientras tanto, paseaba por las habitaciones, salas y almenas, y con frecuencia caminaba por los acantilados, barridos por el viento frío de la soledad. De esas musas surgieron los versos iniciales de la primera de las elegías. Las palabras llegaron a él como un flash, y regresó a la casa de inmediato para escribirlas. "¿Quién, si gritara yo, me escucharía / en los celestes coros? Y si un ángel / inopinadamente me ciñera / contra su corazón, la fuerza de su ser/ me borraría; porque la belleza no es / sino el nacimiento de lo terrible; un algo / que nosotros podemos admirar y soportar / tan sólo en la medida en que se aviene, / desdeñoso, a existir sin destruirnos". En ese instante iniciaba un período creativo que se prolongaría durante diez años. La última elegía fue escrita en su propio pequeño castillo, Chateau de Muzot, en 1922. Todas ellas se las dedicó como si fueran también su propiedad a la princesa Marie.

Fue una de las mujeres de su vida con poder infinito para jugar con él. Los biógrafos de Rilke coinciden en que el lazo que los unía acabó siendo tan fuerte como el que lo vinculó a Lou Andreas Salomé. Marie era menos intelectual que la rusa y carecía de su capacidad mental, pero también mucho más sensible que ella. Y sabía expresarlo. En una de sus cartas figura esta ardiente confesión: "La vida ha cogido mi corazón en sus manos poderosas y crueles, y me lo ha estrujado como las lavandas escurren la ropa para enjugarla hasta la última gota. Y este órgano testarudo ha continuado siempre su tictac; salvo que también duele un poco -incluso cuando se alegra-, y por eso puede alegrarse tanto".

Compartir el artículo

stats