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La mirada de Lúculo | crónicas gastronómicas

Guerra relámpago para comer y beber

Sencillos y cotidianos, los bistrots son los restaurantes que mejor definen a Francia

Guerra relámpago para comer y beber

Para abrir boca una sugerencia insuperable con caracoles y tuétano. Se eligen dos huesos de caña por persona, de un tamaño grande y similar, y se ponen a remojo en agua helada durante dos horas con el fin de poder extraer con facilidad el tuétano sólo con empujar con el dedo. El tuétano se enjuaga en agua y vinagre y se reserva. En una cazuela se sofríen chalota y ajo en láminas finas. Se agrega vino tinto, salpimentando y dejando cocer a fuego muy lento por espacio de hora y media. El puré resultante se mezcla con mantequilla. Se calienta el horno a 230 grados. Los huesos, en un plato especial para hornear, se rellenan con el puré y encima se colocan entre cuatro y seis caracoles desprovistos de concha; después se coronan con rodajas del tuétano que hemos apartado, espolvoreando con sal Maldon y pimienta blanca. En diez minutos se sacan del horno. Voilà, una receta típica de bistrot parisino.

El bistrot o bistró, como ha escrito Marc Augé, representa los colores de Francia de la misma manera que el cancán o la torre Eiffel. Augé cuenta cómo el "Petit Robert"recoge para definirlo dos etimologías dudosas, bistouille, una palabra que a finales del siglo XIX se utilizaba en el norte de Francia para referirse a un alcohol de baja estofa, y el vocablo ruso bistro (¡rápido!), que los cosacos empleaban, a su paso por Paría, sedientos de victorias y de priva. Desde ese momento, y debido a que la exigencia se impuso como costumbre, muchos locales de comidas empezaron a conocerse por ese nombre. Los bistrots se popularizaron en Francia, de manera que uno los visita esperando comer bien, con mayor diligencia que en otros lugares, aunque, en más ocasiones de las deseadas, compartiendo codo con codo al vecino de mesa, algunas veces incluso en situaciones que tienen más que ver con la acrobacia y el funambulismo que con la natural costumbre de sentarse a disfrutar delante de un plato. Pero la cosa es así y así son los bistrots parisinos por regla general. En algunos de ellos, no obstante, se disfruta de alta cocina, otros como es natural conviene alejarse de ellos.

Por regla general, el bistrot casi nunca cumple las normas de disponibilidad que lo singularizan: estar abierto desde la mañana a la noche, cerrando más pronto o más tarde, pero siempre manteniendo un horario ininterrumpido. Olvídense de ello y también de la formalidad; el bistrot es un establecimiento informal donde uno come lo que puede y no siempre a horas y en circunstancias favorables. Tampoco se puede llamar bistrot a cualquier local que cuente con una barra, además de unas mesas. Ni a un tabac o a un café cualquiera. Al bistrot, hoy en día, sólo lo distingue del resto de las tipologías la cocina característica del bistrot. Familiar sencilla, arraigada en la costumbre local de comer. Confundir un pequeño restaurante chino o japonés, una taberna donde se sirven tapas o raciones, con un bistrot es un error. Con el tiempo, sin embargo, me hecho una composición de bistrot que se aleja de la ortodoxia: en Francia, por ejemplo, cuesta distinguir entre bistrots y brasseries, salvo por las limitaciones del aforo, y he acabado por hacer mi propia clasificación. A fin de cuentas, y más veces de las que uno desearía, se trata de una guerra relámpago la búsqueda apresurada de un lugar donde comer.

Mi bistrot brasserie en París es Lipp. Hay sitios en los que se come mejor, pero Lipp es Lipp. Situada en el Boulevard Saint-Germain, existe porque en 1880 Léonard Lipp, un alsaciano que no quería arriesgarse a vivir bajo la bota del Káiser, emigró a París con la idea de abrir la Brasserie des Bords du Rhin, un local donde servir la choucroutte de su tierra. No tardó mucho en recibir a una clientela distinguida. El local empezó a ser frecuentado por Alfred Jarry y Paul Verlaine, entre otros. Se dice que Proust enviaba allí a su Célestine a comprarle la cerveza. A principios del siglo pasado, la brasserie del Rhin fue cambiando de dueños hasta que en1918 cayó en manos de Marcellin Cazes, un emprendedor aveyronés comerciante de carbón. En plena ola germanófoba, lo primero que hizo fue cambiarle el nombre a la cervecería y bautizarla con el que ya conocemos.

De la mano de Cazes, Lipp emprende un trayecto ambicioso y se convierte en local de reuniones literarias, encendidas tertulias políticas: el todo París se cita allí en medio de las fuentes surtidas de jarretes de cerdo, col fermentada, arenques milagrosos, verdaderas andouilletes, etcétera. El local atrae a clientes de diverso pelaje, incluso a irreconciliables adversarios políticos. Miterrand y el ultraderechista Tixier Vignancourt acostumbraban a comer la choucrute de la misma olla. En medio de tanta prosapia, a Cazes, que no se le escapaba una, se deja convencer e instituye un premio literario para todos aquellos escritores que hasta el momento no hubieran recibido distinción alguna. En 1971, por cierto, recayó en el diletante José Luis de Vilallonga.

A mediados de la década de los 50, Marcellin pasa el relevo familiar a su hijo Roger que mantuvo el local hasta que en 1990 lo adquiere el grupo Bertrand de Auvernia. En todos estos años, la casa ha intentado mantener en pie los anacronismos que la distinguen y honran, como por ejemplo la prohibición aparente de utilizar el teléfono móvil, la retirada al llegar de la prenda de abrigo y el boicot a la cocacola. Lipp tampoco se ha apartado de la cocina sencilla de bistrot, los platos siguen siendo los mismos, con el valor añadido que si uno come choucroute garnie sabe que eso era lo que hacía precisamente Blum cuando acudía al establecimiento. Si, por el contrario, se decanta por la cabeza de ternera con salsa ravigote puede estar tranquilo, allí mismo la ha pedido uno de los grandes partidarios de este plato, Jacques Chirac. Si, en cambio, su elección es el arenque a la Bismarck, Edouard Herriot, líder del Partido Radical y exprimer ministro, le estará seguramente observando desde el recuerdo. En Lipp, siempre que he tenido ocasión, he pedido los arenques, no por Herriot, que goza de todas mis simpatías al haber sido testigo en la causa contra Petain y el colaboracionismo, sino por la fresca sencillez del plato. La tete de veau (cabeza de ternera) y la andouillete están también entre mis comidas preferidas de bistrot. Ah, y los caracoles con tuétano del comienzo de este artículo.

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