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Apuntes sobre una esfera, por Ricardo Menéndez Salmón

El lenguaje del fútbol es hoy el verdadero esperanto de la emoción, la lengua franca que permite salvar credos, razas, nacionalidades

Apuntes sobre una esfera, por Ricardo Menéndez Salmón

El escritor austriaco Josef Winkler publicó en 1990 un libro titulado "Cementerio de las naranjas amargas. Crónica de un viaje por el sur de Italia y los feudos del catolicismo", el volumen era un compendio de historias de locura, muerte y sacrilegio, teñidas por una intensidad feroz y amparadas por una ironía devastadora. Winkler dedicó el libro a un niño siciliano de 14 años, Pino Lo Scrudato, asesinado en junio de 1988 por su padre con una hachuela. El pecado de Pino fue su obsesión por el fútbol. En vez de vigilar las vacas que su familia tenía en una heredad apartada, carente de electricidad y agua corriente, Pino conectó un aparato de televisión a la batería del tractor para ver el partido que disputaban Italia y Gales. Escribe Winkler: "Cuando el equipo nacional italiano de fútbol perdió un partido importante y un padre asesinó a su hijo ante el televisor, recordé una frase de Marie von Ebner-Eschenbach: 'A los tontos no se los puede entusiasmar, pero se los puede fanatizar'. Me alegro siempre cuando veo que, en el centro de una página de deportes en color, donde están grapados los carteles de los campeones, el cerebro de algún deportista aparece atravesado y agujereado por una grapa".

Tiempo antes, en 1964, Jean-Paul Sartre publicó un libro autobiográfico justamente célebre, Las palabras. Volviendo la mirada hacia la Francia de 1915, un país abrumado por la guerra contra las Potencias Centrales, mientras el niño de diez años ingresa en el Liceo Henri IV en calidad de alumno externo, Sartre recuerda: "Hombre entre hombres, yo salía todos los días del colegio en compañía de los tres Malaquin, Jean, René, André, de Paul y de Norbert Meyre, de Brun, de Max Bercot, de Grègoire, corríamos gritando por la plaza del Panteón, era un momento de grave felicidad; me lavaba de la comedia familiar; lejos de querer brillar, me reía como un eco, repetía las consignas y las palabras chistosas, me callaba, obedecía, imitaba los gestos de mis vecinos, no tenía más que una pasión: integrarme. Seco, duro y alegre, me sentía de acero, liberado por fin del pecado de existir; jugábamos a la pelota entre el Hôtel des Grands Hommes y la estatua de Jean-Jacques Rousseau; yo era indispensable, the right man in the right place. Ya no envidiaba nada al señor Simonnot; ¿a quién habría hecho su pase Meyre, tras haber regateado a Grègoire, si no hubiera estado yo, presente aquí, ahora? Qué insípidos y lúgubres parecían mis sueños de gloria al lado de esas intuiciones fulgurantes que me descubrían mi necesidad".

Entre el episodio filicida y la afirmación ontológica, del tenebrismo a la epifanía, epítome de pasiones y voliciones, el fútbol se revela como el elemento unificador que los filósofos soñaron un día como legado de la humanidad. La revelación de que el lenguaje del fútbol es la auténtica koyné, esa lingua franca que permite salvar credos, nacionalidades, razas, edades y géneros resulta algo más que un lugar común. Cualquiera puede tomar un taxi en Bamako, Canberra, Islamabad, Reykiavik o Ushuaia y pronunciar la palabra mágica que le comunicara con el otro, con el extraño, con el distinto: el nombre de un futbolista o de un club. El verdadero esperanto de la emoción reside hoy en los tapices rectangulares que pueblan el mundo. Sólo la guerra, que es el deporte considerado en su expresión última, la manifestación pura del combate agonístico, el juego de juegos, logra convocar un espectro simbólico tan vasto como el que el fútbol postula en sus escenarios.

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Se dice pronto, pero llevo viendo fútbol hace ya cuarenta años.

Viví de niño la primera época dorada del equipo de mi corazón, el Sporting, con el subcampeonato de Liga del año 79 y las dos finales de Copa de los años 81 y 82, y ya en mi veintena la segunda, con el Mareo prodigioso de Luis Enrique, Abelardo y Juanele. Crecí así con el viejo adagio de que la misa debe ser en latín, la ópera en italiano y el fútbol al ataque.

Conozco a Di Stéfano, Pelé y Cruyff por grabaciones, así que no puedo decir quién fue más grande, pero he visto a sus herederos: Maradona, Van Basten, Zidane. Mi primer ídolo fue Platini y siempre le tuve simpatía al Atlético de Madrid gracias a Ratón Ayala. Acato que sólo hubo un Butragueño y sostengo que Baresi cambió el fútbol moderno. Nunca vi a nadie jugar sin balón como a Steve Archibald. Me emocionó Bruno Conti en el 82 y descreo del fútbol inglés. Defendería a Guti como el mayor (y más desperdiciado) talento que el fútbol español ha dado en décadas y a Fernando Redondo como el mejor extranjero que nos visitó en años. Ronaldo y Ronaldinho me han aburrido: uno por bestial, el otro por juguetón; Romario era rancho aparte: un talento sin epígonos. De haber sido jugador profesional, hubiera querido parecerme a Francescoli. No he mencionado al futbolista que me obliga a reconsiderar cuanto creía saber de este juego tras cada partido en que aparece. Hace años, su entrenador de entonces acaso nos desvelara su misterio: "No se explica, se ve".

Fue Marcelino Salmón Bolado, mi abuelo materno, quien ofició de guía en mi pasión por el fútbol. Mi abuelo era de Muriedas, el pueblo donde nació Juan Manuel Gozalo, y jugó al fútbol en el Unión Club de El Astillero, el segundo equipo que vio fatigar la banda a un tal Paco Gento. Mi abuelo era central, y lo apodaban "El Sultán". Por lo que se ve, no sólo su bigote era grande.

Hubo muchos bigotes en mi infancia futbolística. El Sporting era un equipo de bigotudos. Ahí estaban Cundi, David, Joaquín y Mesa, y barbudos como Claudio, Jiménez, Óscar Ferrero y Redondo. Un linaje de hombres peludos; un linaje irrepetible. Cómo olvidar a los cinco magníficos bigotudos que ganaron la Liga en El Molinón un 26 de abril de 1981: la Real Sociedad de Idígoras, Larrañaga, Olaizola, Satrústegui y Zamora. O a los bigotudos a quienes por vez primera cantaron el "Así, así, así gana el Madrid" un 25 de noviembre de 1979 a orillas del Piles: Del Bosque, García Navajas, Miguel Ángel, San José y Stielike. Yo estaba allí. Yo, el nieto de Marcelino, admiré el bigote de todos aquellos tipos.

El bigote de mi abuelo, que era el bigote de Panenka, ha desaparecido del fútbol mundial, pero el antiguo hechizo permanece. Y ello a pesar de los pesares. Porque ni las evasiones fiscales, ni las orgías de gasto, ni tantas absurdidades logran desmontarnos del caballo del fútbol. Pensemos en el culebrón del verano. Que el Paris Saint-Germain haya pagado por el fichaje de Neymar una suma de dinero equivalente a la desembolsada por "Los jugadores de cartas", de Paul Cézanne, no debe movernos al tartufismo. Tan descabellado puede resultar que un futbolista sea tasado de modo tan sobresaliente como que la familia real catarí (¡siempre estos jeques por en medio!) pagara a George Embiricos, anterior propietario de la obra de Cézanne, más de 250 millones de dólares en 2011. El juicio no debe contaminarse con el recurso a la inmoralidad. Ello nos conduciría a un círculo vicioso. Porque no sólo puede resultar inmoral pagar 222 millones de euros por un futbolista o 250 millones de dólares por un cuadro. También podría ser inmoral mantener un Ejército o, ya puestos, sufragar una orquesta sinfónica, pues siempre habrá necesidades más urgentes que las que un Ejército o una orquesta sinfónica satisfacen. Además, el argumento contra el recurso a la inmoralidad pone de relieve una evidencia antropológica. Y es que ninguna de las personas a las que repugnan las cifras pagadas por ciertas transacciones deportivas, personas que en su vida cotidiana se tienen por justas y rectas, deja por ello de ser seguidora del equipo que acomete semejante dispendio. La condena moral no conlleva una condena factual.

La pregunta, pues, quizá sea otra: por qué un atleta, su cuerpo y la disponibilidad de ese cuerpo, puede conllevar tal coste. Por qué el valor de un futbolista puede ser equiparable al valor de una obra de arte, de un pequeño Ejército o de varias orquestas sinfónicas. Entre las posibles respuestas no hay que desdeñar la que nos pone sobre la pista del valor paradigmático que los deportistas desempeñan en nuestro mundo. Desde el momento en que, con la eclosión del deporte como misa pagana de las sociedades ociosas, sus ídolos se convierten en encarnaciones no sólo del éxito, sino del modelo de conducta a seguir, las figuras vicarias no emanan ya de las élites científicas o artísticas, sino de esa otra élite capaz de combinar el genio muscular con la inteligencia técnica hasta congregar, bajo símbolos intercambiables (el balón de fútbol, la pelota de baloncesto, la raqueta, la motocicleta, el bólido de Fórmula 1), a millones de personas. Así, podemos proclamar sin vergüenza lo que hace tiempo sospechábamos. Para el bienestar social, un futbolista es infinitamente más importante que la vacuna contra la malaria. Los cuerpos gloriosos son oráculos rentables. Después de todo, quizá lo insólito es que todavía haya quien esté dispuesto a pagar montones de dinero por adquirir una pintura.

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Pero más allá de los problemas con Hacienda, de las cifras mareantes y de las palabras de escritores y filósofos, la Liga posee este año para los nacidos en Asturias una connotación especial. Más de dos siglos de historia del fútbol asturiano convergen esta temporada en la División de Plata. Los 112 años del Sporting sumados a los 91 que contemplan al Oviedo no son moco de pavo. Basta pensar que el Getafe actual nació en 1983, la Unión Deportiva las Palmas en 1949 y el Málaga en 1948 para comprender que el fútbol, entre nosotros, es un vino viejo.

Durante décadas, y salvo momentos muy puntuales, el Oviedo fue el equipo de Asturias hasta la llegada de la democracia. No fue sencillo dar la vuelta a esa situación hasta lograr que el Sporting recogiera, en el imaginario futbolístico a un lado y al otro del Huerna, el testigo de la preeminencia del fútbol regional, entre otras cosas porque no hay que olvidar que aquel gran Sporting coincidió con un Oviedo no menos extraordinario, formado por jugadores del calibre de Carlos, Luis Manuel, Berto, Lacatus o Jankovic, un equipo difícil, dignísimo y, sobre todo, eficaz, y que resistió hasta el año 2001 en Primera.

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