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Crónicas gastronómicas

En todas partes cuecen habas

De la monumental fabada asturiana al cassoulet francés, pasando por las feijocas de la Lusofonía, hasta las cannellini italianas, las alubias reinan entre los platos tradicionales de cuchara de la cristiandad

En todas partes cuecen habas

Las alubias son vaporosas y hasta calefactoras. La mejor descripción de un efluvio leguminoso se la leí ya hace mucho tiempo a Julio Camba cuando contaba aquello de su primera fabada en Gijón invitado por Melquíades Álvarez. Esto resultaría innecesario subrayarlo porque Camba, según tengo entendido, no se invitaba jamás si podía evitarlo. Era tan buena la fabada, contó el periodista gallego, que gracias a ella estuvo a punto de ingresar en el Partido Reformista. Afortunadamente para el periodismo, Camba siguió escribiendo artículos con la brillantez y la independencia que le caracterizaba debido a que después de la fabada de Somió tuvo la oportunidad de comer otras tan buenas o mejores en Madrid. Pero la primera impresión resultó ser formidable. Cuando acabó con el segundo plato, dijo que la fabada merecía tanto la pena que no había otro remedio que decidirse a probarla.

La historia no sé si la conocen, porque pertenece a las mejores páginas que se han escrito sobre la gastronomía, terminó con Camba, todavía cuarenta y ocho horas después, retorciéndose en la habitación de su hotel como las anacondas, unos reptiles que comen de una vez para toda una temporada. Pruebo la fabada, que es uno de mis platos preferidos, como se suele decir, de Pascuas a Ramos, con gran dedicación pero con cierto sigilo, tanteando el embutido y con preparaciones que merecen mi más absoluta confianza. Pienso siempre en Camba.

Las alubias vigorosamente condimentadas me gustan y, como le sucede a no pocas personas, me sientan muchas veces como un tiro. En Castelnaudary, cuna del cassoulet, se empeñó una vez la camarera del restaurante en que comiese el potaje que ha dado fama al lugar. Era una noche de mil diablos bien pasadas las nueve y después de un largo viaje de siete horas. Soy devoto del buen cassoulet, igual que de otros platos de cuchara, pero, ya digo, las largas y pesadas digestiones me desaconsejan comer judías blancas generosamente guarnecidas cuando se acerca el momento de acostarme. Por eso, desistí amablemente del ofrecimiento explicando que deseaba algo más llevadero teniendo en cuenta la hora y la necesidad de retirarme pronto a descansar. La camarera me observó con una mezcla de conmiseración y desprecio, como lo suelen hacer algunos franceses cuando intuyen desconcierto o confusión en el comensal. -El cassoulet no es indigesto, señor, y si no lo come se perderá la especialidad de la casa. -Estoy convencido de que es así -le dije con la intención de no herir sensibilidades y pedí algo mucho más ligero, pero indudablemente más insípido, creo recordar que era un pescado bañado en una absurda mantequilla.

Hay más de un cassoulet en el Languedoc, pero ninguno con la historia del de Castelnaudary. Tiene como base la carne de cerdo, como cualquier estofado de alubias que se precie, jamón, salchichas, tocino fresco y, por supuesto, el confit de oca. Este último domina en la preparación típica de Toulouse, a la que a veces se le agrega Armagnac. Para que sea bueno, el cassoulet, como nuestra fabada, debe cocer lentamente al fuego. Muy lentamente y después se seca en el horno. La confección de los productos que se incorporan a la olla lleva también su tiempo. Circula por ahí, gracias al desaparecido Néstor Luján, la anécdota del gran cocinero de los años veinte Prosper Montagné, que paseando por una calle de Castelnaudary vio una zapatería con el siguiente cartel en la puerta: "Casa cerrada a causa del cassoulet". La propietaria había prescindido de todo, incluso del negocio, para consagrarse al ilustre plato.

La última vez que pisé Castelnaudary, de paso, igual que casi siempre ha ocurrido, coincidía una de las dos grandes fiestas anuales del cassoulet, que cae en verano. Era, además, un día en que los pájaros se desplomaban fulminados desde los árboles. Pero esa vez no le puse pegas a las alubias francesas más famosas. Sudé con ellas y con la mano de horno que las dejaba como si estuvieran recalentadas. Felicité a la casa, y animado por el vino de Cahors, me lancé a una disertación mucho más allá de donde aconsejaba la prudencia, estableciendo ciertas semejanzas entre los dos platos de alubias que más prestigio tienen en Francia y España. Ambas son ollas cristianas, poderosas, para estómagos fuertes, pero mientras que la fabada se embebe de su caldo, el cassoulet se pega a la cuchara , incluso admite el tenedor.

Es cierto, en todas partes cuecen habas. En la mitad norte de España hay prácticamente un potaje con alubias en cada región, blancas, negras y pintas: los judiones, las alubias de Tolosa, el carico montañés, los caparrones de La Rioja, los potes gallegos y asturianos, etcétera.

La feijoada es la fabada de los pueblos lusófonos. Si quieren también su cassoulet. Nació en las aldeas de montaña del interior de Portugal para nutrirse de la matanza del cerdo, pero en Brasil adoptó las características de la fusión africana, tanto la versión carioca como la nordestina. En ellas hay morcilla ( paio), longaniza ( linguiça), se usa ternera o cerdo indistintamente según la región. Se cocina con alubia negra o pinta, dependiendo del lugar. Pero siempre tiene ese toque africano, la farofa, las especias; o americano, los chiles.

En Italia, la pasta y fagioli se come en más de una región. El cuadro más famoso del pintor boloñés Annibale Carracci, un óleo sobre lienzo de más de 50 centímetros de alto y 68 de ancho, representa a un hombre comiendo judías. La afición a las alubias llega a ser proverbial en Toscana cuyos habitantes, sobremanera los florentinos, reciben el apodo de mangiafagioli desde los Medici. " Fiorentin mangia fagioli lecca piatti e ramaioli e per farla più pulita poi si lecca anche le dita?", que viene a ser "los florentinos comen las judías lamiendo platos y cucharas , y para que sea más limpio, luego se chupan los dedos". El potaje más popular, la ribollita, está presidido por las alubias blancas. Se trata de un plato que, por lo general, los campesinos cocinaban el viernes en abundancia, y comían también al día siguiente. Al existir la costumbre de no tirar nada, la sopa se calentaba y hervía de nuevo, con un chorro generoso de aceite. De ingredientes sencillos pero sabrosos, la ribollita, tradicional o delgada, lleva alubias blancas, col rizada, col negra, remolacha, patatas, salvia, tomillo y un pan rancio oscuro que la hace muy característica. La legumbre que se utiliza es de la variedad cannellini, seca, pequeña y delicada. Pero sólo en Toscana están registradas 35 clases distintas de alubias para comer estofadas o en guarnición, acompañando carnes all' uccelletto, con salsa de tomate.

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