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O. J. y la justicia pragmática

El jugador de fútbol americano y actor, que protagonizó "el juicio del siglo", sale de la cárcel convertido en la sombra de aquel gigantón risueño que decía ser

O. J. y la justicia pragmática

O. J. Simpson ya anda por Florida, jugando al golf en el Pasadena Yatch and Country Club de Saint Petersburg y disfrutando de su al parecer incólume fortuna en un inmenso casoplón, tras pasar más de veinte años pendiente de tribunales y cárceles. La semana pasada, la otrora estrella del fútbol americano firmó los papeles por los que quedaba en libertad, después de cumplir el mínimo de la condena de entre nueve y 33 años de prisión que le impusieron en 2007 por secuestrar y robar a punta de pistola a un coleccionista que vendía unos recuerdos deportivos que, como dijo en el juicio, el acusado consideraba como suyos. Tendrá que pasar el próximo lustro en libertad vigilada, y dando pruebas de que se ha reformado. El tiempo no ha pasado de balde. O. J., con 70 años cumplidos, es la sombra del gigantón risueño que hizo fantasear a la comunidad negra de Estados Unidos con un hueco en el sueño americano. No queda nada del aplomo exhibido durante el "juicio del siglo" celebrado en la Corte Superior de Los Ángeles, entre enero y octubre de 1995, el partido más importante de su vida, en el que se jugaba la pena de muerte, acusado del asesinato de su exmujer, Nicole Brown, y de un amigo de ésta, Ronald Goldman. Contra todo pronóstico, ganó.

Todo apuntaba a su culpabilidad. Los cuerpos de las víctimas apuñaladas se encontraron en la medianoche del 13 de junio de 1994. Habían sido tan brutalmente apuñalados que a Nicole se le veía la laringe a través de las heridas, y tenía una vértebra rota. Si no hubiese sido por los antecedentes de violencia de O. J. Simpson con su mujer, cualquiera hubiera pensado en un ajuste de cuentas relacionado con las drogas que las víctimas tomaban de manera abundante. La Policía ya había investigado al exdeportista por violencia doméstica y en 1989 llegó a admitir una condena, aunque bajo la fórmula del nolo contendere, "no refuto los cargos", por la que se recibe una pena similar a si se fuese declarado culpable, aunque esta circunstancia no puede utilizarse luego para probar un ilícito en un juicio civil por daños.

La Policía, entre ellos el detective Mark Fuhrman, encontraron un guante ensangrentado y un gorro. Luego se dirigieron a casa de O. J., con el supuesto propósito de informarle del asesinato. Los agentes se encontraron el coche del deportista abierto y con sangre en su interior. Fuhrman saltó la valla de la vivienda y franqueó el paso a sus compañeros. En el interior de la finca encontraron la pareja del guante hallado en el lugar del crimen, también con sangre de las víctimas y del propio O. J. La estrella deportiva se había marchado poco antes a Chicago. Luego vendría el acuerdo para que se entregase, su incomparecencia, las cartas que apuntaban a que iba a suicidarse (y que según el fiscal apestaban a culpabilidad), su detención tras una persecución en directo que siguieron las tres principales cadenas de televisión norteamericana, con una audiencia de 95 millones de personas...

Lo suyo fue una mezcla de suerte y buenos abogados -el llamado "Dream Team", formado entre otros por Robert Shapiro, Johnnie Cochran y Robert Kardashian, el padre de las conocidas celebrities-, que supieron aprovechar los puntos débiles de la investigación -que los hubo- y las singulares características de la justicia penal norteamericana. Sin olvidar el regateo previo que se produce en algunos casos -el llamado plea bargaining, por el que puede negociarse una condena más benéfica con el fiscal, siempre dispuesto a evitar gastos innecesarios al erario público, porque, no se olvide, es un cargo elegible-, para condenar a alguien en Estados Unidos se precisa que los doce miembros del jurado estén convencidos de forma unánime de que alguien ha cometido un delito "más allá de toda duda razonable". Es la versión extrema de esa idea que formuló Blackstone: "Es mejor que diez culpables escapen antes que un inocente sufra". En España, es relativamente más fácil obtener la condena, pero no muchísimo más, al necesitarse el voto de siete de los nueve miembros del jurado.

Los Ángeles aún no se había repuesto de las revueltas raciales de 1992, motivadas por la absolución de los policías que apalearon a Rodney King. La cuestión racial estaba a flor de piel, y los abogados decidieron explotarla. Pugnaron por que el juicio se celebrase en el centro de Los Ángeles, antes que en Santa Mónica, porque de esa forma el jurado estaría formado por más miembros de color y de extracción más modesta. Consiguieron además que diez de los doce miembros del jurado fuesen mujeres de color, con el fin de explotar los prejuicios de ese segmento de población hacia los matrimonios interraciales y las mujeres blancas, como la exmujer de Simpson.

La cuestión racial fue clave en el juicio. Los abogados consiguieron que el detective Fuhrman apareciese como un racista furibundo -de hecho, lo era- y convencieron al jurado de que cabía la posibilidad de que hubiese dirigido la investigación contra O. J. por ser negro. Y después estuvieron los golpes de efecto. El de los guantes terminó por convencer a los jurados. "Si no encajan, deben absolverle", habían dicho los abogados defensores. Y los guantes no encajaron en las manazas de O. J. Fue el momento crucial del llamado "juicio del siglo". El fiscal diría luego que habían encogido por efecto de la sangre, que el deportista había dejado de tomar los antiinflamatorios para su artritis con el fin de que sus manos se hinchasen y no pudiesen entrar en los guantes. Los jurados confesarían más tarde que, aunque tenían dudas de la inocencia de Simpson, también les habían influido los errores de la Policía y la sombra de que ésta podía haber actuado de forma racista. El veredicto de "no culpable" paralizó el país. El juicio había durado ocho meses, algo extraordinario en un país que prima la justicia rápida y los acuerdos extrajudiciales.

Dos años después, en 1997, O. J. tuvo menos suerte en el proceso civil emprendido por los familiares de las víctimas, y terminó siendo declarado culpable y condenado a pagar 33 millones de dólares, unos 28 millones de euros, de los que al parecer sólo ha pagado una pequeña parte. En el juicio, en el que se le acusaba de homicidio por negligencia, volvieron a exponerse las mismas evidencias. Y el motivo de que en este proceso resultase condenado vuelven a ser las singulares peculiaridades del sistema americano. En un juicio civil basta con que más de la mitad de los jurados voten a favor de la culpabilidad para que haya un veredicto condenatorio.

De todos modos no debe extrañar que Simpson fuese condenado en vía civil y no en la penal. Son célebres otros casos, como el de Michael Jackson. En 1993 fue acusado de haber abusado de un niño de 13 años. El asunto se arregló con un acuerdo económico extrajudicial. En 2005, un caso penal presentado contra él por hechos similares no pudo probarse "más allá de toda duda razonable". Y para evitar los tribunales se dice que llegó a pagar 200 millones (otras fuentes hablan de una cifra más modesta de 18 millones) a unas veinte víctimas de sus abusos.

Los críticos dirán que este sistema garantiza a los ricos de Estados Unidos librarse de la cárcel mediante el desembolso de generosas sumas, tanto a las víctimas como a los abogados estrella, que por lo demás obtienen muy buenos resultados. Los americanos son pragmáticos y transaccionistas, y saben que una Justicia que se demora durante años no es Justicia. Con una mentalidad así, es muy posible que aquí en España casos como el de Urdangarín o Bárcenas se hubiesen resuelto hace bastantes años y con una mejor perspectiva de recuperación de los fondos desviados, incluso a costa de que los culpables no pisasen la cárcel.

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