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Crónicas gastronómicas

La educación del gusto y algo más

El imperio de los sentidos tiene en la comida su gran fuente de expresión, se trata de una experiencia mucho más multisensorial que otras como escuchar, ver o tocar; es, digamos, una especie de suma

La educación del gusto y algo más

Oremos ahora que se se avecina alguna que otra comilona. Los banquetes de verdad requieren un ánimo especial, un karma: no basta con sumarse a ellos de manera languida o cohibida. Comer es una necesidad fisiólogica pero también puede ser un placer, o una exigencia social dependiendo del momento y del caso. Hay que estar preparado para afrontarla como es debido.

George Orwell tenía una opinión muy particular sobre la alimentación. La desarrolló en El camino de Wigan Pier, donde narra sus experiencias de un viaje por el norte de Inglaterra. El ser humano, decía, es fundamentalmente un saco en que se echa comida; sus demás funciones y facultades pueden ser más elevadas, pero, en el tiempo, vienen después. Cuando un hombre muere y es enterrado, todas sus palabras y actos caen en el olvido, pero las cosas que ha comido viven después de él en los huesos fuertes o débiles de sus hijos. Por ese motivo, Orwell se atrevió a plantear como hipótesis plausible la de que los cambios de dieta alimenticia tienen mayor trascendencia que los cambios dinásticos o religiosos. Tenía razón Orwell, la carne en conserva hizo que fuera posible el despliegue de tropas en las trincheras durante la Gran Guerra. Gran parte de la historia de los últimos cuatrocientos años en muchos lugares de Europa habría sido diferente sin la introducción de los tubérculos, la patata sobre todo, y de otros vegetales. La cocina, a su vez, no sólo es el hecho de transformar los ingredientes en platos comestibles sino un motor que ha cambiado la sociedad. La cultura, como escribe el historiador Felipe Fernández-Armesto, comienza en el mismo momento en que los alimentos crudos pasan a ser cocidos. El fuego se convierte en un lugar de comunión colectiva. Los estómagos se adaptan a las transformaciones del mismo modo que las mentes luchan por asimilar el progreso.

Por ejemplo, en los últimos años del Antiguo Régimen, se vivió una de las etapas más interesantes de la historia de la gastronomía. Probablemente fue el primer campo donde se libró la batalla entre la tradición y la modernidad. Voltaire llegó a confesar que su estómago era incapaz de acomodarse a la nueva cocina y Rousseau a rebelarse contra la elaborada comida que le ofrecían en la mesa algunos de sus mecenas. Las protestas partían en buena medida de un sector de la nobleza y de la Ilustración que se rebelaba contra el atrevimiento de los chefs contratados por los financieros, que eran los nuevos ricos del siglo XVIII. Es en la comida donde el hombre se encuentra más atado a los hábitos.

Por no decir a los sentidos. Hay quienes sostienen que los humanos somos capaces de distinguir en torno a diez mil olores distintos. Los científicos hablan de la memoria olfativa como si el sabor y el olor fuesen uno solo y, a efectos prácticos, así es. La lengua distingue únicamente entre dulce, salado, ácido, amargo y umami, el penúltimo invento sensorial. La mayor parte de lo que consideramos gusto es, de hecho, olfato. Hay una forma de demostrarlo: pellízquese la nariz y, con ella encogida, mastique algo sabroso. A continuación libérela. Si la diferencia no resulta asombrosa, lo que uno está masticando no merece realmente la pena. El olfato tiene la particularidad, por sí mismo, de hacernos retroceder, incluso define los momentos de nuestra vida en función de la colonia que uno utilizaba, del olor característico de una casa, etcétera. La experiencia de comer es mucho más multisensorial que la de escuchar, ver o tocar; por algún motivo utilizamos para procesarla la parte más sofisticada de nuestro cerebro. Los sabores, en realidad, no existen, los creamos. Se suele decir que el sabor estáen la comida en la medida en que el amarillo está en el sol o eol verde en una hoja. Es una fabricación del cerebro.

Trtándose de lo mismo, la vista también juega un papel importante en la gastronomía. Por eso se habla del buen gusto tantas veces referido a la apariencia. Los comedores bien iluminados, los manteles impolutos y la temperatura ambiental que no debería superar los veinte grados ni bajar de los quince. Vajillas de porcelana, copas del mejor cristal, cubertería adecuada. El número ideal de comensales nunca tendría que superar la docena de manera que la conversación pueda ser atendida por todos ellos. Y la propia disposición del menú: que los platos sean extremadamente selectos y pocos en número y que se sirvan de los más sustanciosos a los más ligeros; los vinos de los más sencillos a los más aromáticos o equilibrados en cuanto a potencia. Es la educación del gusto.

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