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ERNESTO CANTÓN GONZÁLEZ | Empresario hostelero

"Crecí carretando sacos de patatas por las calles de Oviedo"

"Antes de La Gruta nos pasamos cinco años en el bodegón La Fama, junto a la Fábrica de Armas, que tenía dos mil obreros que salían del trabajo con sed"

Con Miguel Indurain en La Gruta.

"Era yo un crío y el maestro de Matalobos del Páramo, Alfonso Losada, me inculcó el venenuco de Oviedo. Siempre decía: 'A este tengo que llevarlo para Asturias', y a mí aquella idea se me metió en la cabeza de tal forma que no había quién me aguantara. Y soñaba con tener una tienda y un camión grande para transportar los productos de mi tierra leonesa. Tendría yo unos 13 años cuando por fin aterricé en Oviedo. Había en el pueblo un soldado, David, que estaba haciendo la mili aquí y yo convencí a mi madre para que me dejara venir con él a ayudar a mi primo Narciso, que tenía un negocio de ultramarinos en la calle Pérez de la Sala, donde ahora se levanta el Auditorio y antes eran los depósitos del agua. La noche antes de la partida fui incapaz de dormir, y muy temprano me acerqué hasta la casa del soldado y lo levanté para coger el tren. Llegué a Oviedo en plenas fiestas de San Mateo, me planté en el Campo San Francisco y posé las maletas, con las piernas temblando y asombrado por tantas luces. Y hasta hoy".

Ernesto Cantón González, leonés de nacimiento, asturiano por trayectoria vital; 85 años de edad y una tercera parte de una terna empresarial hostelera que hizo historia en la región. Junto a sus hermanos Benito y Valentín, ya fallecidos, fundó La Gruta, que de merendero pasó a restaurante, y después a hotel. Por La Gruta pasó media Asturias y un batallón de famosos. En La Gruta se celebraron cientos de bodas y miles de comuniones, se hicieron negocios y se sellaron alianzas políticas. Aquel imperio hostelero tuvo su origen en lo geográfico en un pequeño pueblo de León, cercano a Santa María del Páramo. Y en lo familiar, en una muerte prematura que cambió destinos.

"Me quedé huérfano a los 7 años. Yo fui el más pequeño de los tres hermanos. Mi padre tuvo un problema de pulmón que se le fue complicando. Incluso un tío nuestro lo llevó a Madrid para que lo vieran los médicos, pero nada. Un día volvió a casa y nos pusimos todos contentísimos, pero no sabíamos que había regresado para morir con los suyos. Era la época de la vendimia. Una mañana, mi padre dijo que le abrieran las ventanas de la habitación, que no podía respirar, y se quedó. Tenía 42 años, era muy buen cazador y cortaba el pelo a todos los del pueblo. Tras aquello yo debía de estorbar un poco a mis hermanos, así que me mandaron a casa de un abuelo, que tenía bodega, producía muy buen vino y lo vendía a los bares de la comarca. Un hombre meticuloso. Como yo era pequeñín, el abuelo me utilizaba para meterme dentro de las cubas para limpiarlas a fondo. Yo en el interior y él, desde fuera, dirigiendo la operación: rasca por aquí, rasca por allá. La labranza era una esclavitud, recuerdo ir a segar con mi madre a los campos de cebada y avena, agachados y con hoz. Lo mismo con la remolacha. Pero cuando eres un niño lo aguantas todo, y además le pegaba a la bici que era la hostia".

Ernesto Cantón fue poco a la escuela y vivió una guerra sin vivirla. "No nos enteramos porque allí en el pueblo no se escuchó un tiro. La única víctima, un paisano que era vecino nuestro que desapareció y no se volvió a saber de él. Por no haber, no había ni radio para enterarse de lo que ocurría por España".

Su lugar no era el pueblo. Así lo percibió el niño, así lo intuyó su familia, porque aquellas tierras del páramo eran fuente tradicional de emigración. Unos, a América y Europa; otros, a las áreas industriales donde se necesitaba mano de obra en abundancia. "Mucha gente se desplazó a las minas de Asturias", que ofrecía mejores perspectivas económicas a costa de cierta dosis de desarraigo.

Ernesto Cantón González estrenó familia ovetense, la del primo Narciso, apodado "el Huevero", que además trabajaba en la Fábrica de Armas, y su mujer, "que era asturiana, había estado de servicio en la casa del alcalde García Conde y tenía muy mal genio. Cuando se enfadaba se ponía toda colorada. Me decía: 'Ernesto, no sabes ni barrer, te voy a mandar para casa'. Pero yo eso de regresar a Matalobos del Páramo es que ni me lo planteaba. Mi primo Narciso tenía además un almacén de patatas y yo recorrí durante años Oviedo con la carretilla llena y subiendo y bajando cuestas. Sacos de más de cien kilos a la espalda, y yo era casi un niño. Enedina, la del restaurante Pelayo, era clienta nuestra y una mujer que sabía y cuidaba mucho lo que compraba, y también me pasaba con la mercancía por el hotel Principado, en el que estaba de director uno de los hermanos García Rodríguez. En la antigua La Paloma, una vez que pasé por allí a dejar cosas, Ubaldo me invitó al primer vermú que bebí en mi vida. No era mucho de copas, la primera de coñac me la tomé en la mili, pero ahora recuerdo que en casa, como hacíamos vino, a los niños nos dejaban beber un vaso en las comidas".

Eran los últimos años de la década de los cuarenta, todavía posguerra y en una ciudad que se levantaba de las ruinas revolucionarias y bélicas. "Allí funcionaba el estraperlo con casi todo. Dentro de los sacos de patatas solían meter un saco más pequeño de harina. El azúcar de contrabando venía en latas, y el aceite, en pellejos de vino. Había contrabando hasta con el jabón. Cuando Narciso se iba para León, alquilaba un coche y lo llenaba hasta los topes de sacos de mercancía. Lo curioso es que también solíamos llevar a un policía secreta que trabajaba en Oviedo pero era de Santa María del Páramo. Bueno, supongo que Narciso y el policía negociarían y ellos se arreglaban".

Mucha mercancía llegaba a Oviedo en tren, en cuyos andenes un joven Ernesto Centón esperaba con su carretilla. "Yo ya presumía algo, pero era un chaval que escribía poco y mal. Ni tuve oportunidad de aprender ni me gustaba mucho, la verdad. Con decirle que ponía el nombre de Benito con 'v' y el de Valentín con 'b'... Y eso me retraía. Desde mis primeros años en la ciudad sabía que mi destino era montar algún negocio, esa tienda con la que soñaba de pequeño en mi pueblo de León. Mi primo y su mujer me pagaban techo y comida, pero no me daban un duro, entonces no se estilaba. Yo esperaba que Benito, mi hermano, pasara por Oviedo para que me soltara algún dinerín. Cuando surgió la primera oportunidad para empezar a funcionar por mi cuenta, no lo dudé".

Aquella oportunidad era una tienda en el alto de Buenavista, cerca del solar donde años más tarde se iba a levantar La Gruta. "Yo le surtía de patatas y un día el dueño me dijo que estaba harto de todo aquello, que se quería marchar al extranjero y que nos vendía la tienda a mis hermanos y a mí. Allí se vendía de todo, las lecheras llegaban desde Las Caldas y el negocio, que al principio era un local con una cocinuca, dos huecos pequeños y un patio sin cubrir, enseguida creció. Arriba de la tienda vivía un coronel que había venido de África, al que le pedí que me gestionara papeles para ir a la mili de voluntario, lo cual me permitía quedarme en Oviedo a costa de un periodo militar largo, tres años. Todos los días a pegar tiros al Naranco".

Aquel "vender de todo" incluía gigantescos envíos de paja desde León. El ir y venir a través del Pajares, con un camión de frenos inquietantes y dirección aleatoria, cobraba tintes épicos. "Había que pagar arbitrios, íbamos cargados de cosas y veníamos con paja leonesa. En invierno, con el puerto cerrado por la nieve. La Guardia Civil nos paró en alguna ocasión y al primer descuido, aprovechando que se iban a tomar un café al parador, nosotros para abajo. Valentín al volante y yo de pie, corriendo por la carretera, marcándole la ruta. Cuando terminaba el puerto, el pelo mío estaba duro como el hielo. Y cuando llegábamos al Padrún había que hacer maniobras en las curvas".

La tienda de Buenavista coincidió en el tiempo durante algunos años con el bodegón La Fama, el segundo negocio de los tres hermanos Cantón. "Un amigo de mi primo, que era de Vegadeo, regentaba una tienda al lado de la Fábrica de Armas. No tenía hijos y nos ofreció el local, que nosotros convertimos en una bodega. La fábrica tenía una plantilla de dos mil obreros, que salían del trabajo con sed. Traíamos vino de Valdevimbre en bocoyes de 600 litros cada uno. Vaya vino, oiga. A veces llegaba a los 14 grados. La carga de un camión hasta los topes se vendía en dos o tres semanas. Aquello fue un éxito porque manteníamos el vino a temperatura de bodega, mi cuñada preparaba unos callos y unos calamares riquísimos, y un jamón que venía de Salas. En eso del jamón, yo entiendo. A base de bocadillos, allí se terminaba una lata de diez kilos de migas de bonito al día. Bocadillos para obreros, para muchas chicas que trabajaban en los talleres de modistas y para una clientela de todo Oviedo.

- ¿Cuánto les duró La Fama?

-Cinco años, que me los pasé durmiendo allí mismo, en la bodega, en un altillo y trabajando como un burro. Cuando llegaba el cargamento de vino, había que descargarlo a mano, a base de espalda y rodillas. Pero yo llevaba tiempo ya intentando comprar la finca de La Gruta. Era una zona bastante en cuesta y, por entonces, muy lejos del centro de Oviedo en una época en la que muy pocos se podían permitir el lujo de tener un coche. Era propiedad de dos solteronas y de una sobrina, que era maestra. Reconozco que las camelé un poco, lo intentamos una vez y no salió. A la segunda, tampoco. A la tercera fue la vencida. Nos costó medio millón de pesetas. Les pedimos facilidades de pago con el argumento de que si se lo dábamos todo de golpe acabarían echándoseles encima otros parientes. Una de las dueñas se murió y a la otra acabamos pagándole una residencia en Pola de Siero. Yo estaba muy convencido de que la compra de los terrenos era un buen negocio, pero mis hermanos no lo veían tan claro.

Los Cantón se fabricaron manualmente las mesas ovaladas, con sus asientos, que componían la única infraestructura del merendero. "Eran de mármol comprimido y las primeras nos salieron fatal. En el solar metimos miles de camiones de relleno y pudimos comprar otras fincas aledañas hasta que llegamos a disponer de unos sesenta mil metros. Levantamos un muro de piedra con poca experiencia por nuestra parte porque un vendaval se lo cargó por completo, y pusimos los primeros columpios infantiles de Oviedo. Se hizo mucha obra y allí aparecieron hasta restos de pies de soldados, con sus botas puestas, y algunos fusiles y pistolas. De cuando la guerra, se supone".

Los hermanos Cantón se complementaban bien, cada cual sacando partido a sus cualidades. "Cuando vimos que el negocio funcionaba y quisimos ampliar, el Ayuntamiento nos tuvo años a la espera de licencias. Una burocracia atroz, es como si tuvieran miedo de que nos hiciéramos ricos".

Pero un día se abrieron las puertas y el restaurante La Gruta se convirtió en primera referencia de la hostelería asturiana. "El primer jefe de cocina era gallego, muy bueno y gran trabajador, pero no trataba bien a su gente. El segundo, de Luarca, un fenómeno. Santiago Gayo era todo un profesional, respetuoso y educado. Impresionante. Se murió de un ataque de asma y aquello fue duro. Lo sustituyó el segundo de a bordo, Servando, que tuvo al lado a otro cocinero increíble. La lubina con verdura de Gregorio yo creo que fue insuperable. Ya ve, cuarenta años trabajando los tres hermanos sin el menor problema, pero yo sabía que la cosa no iba a ser igual con la siguiente generación".

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