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Crónicas gastronómicas

¿Por qué sufren las langostas?

Suiza y su ley de cuidados paliativos para evitar el maltrato a los crustáceos

¿Por qué sufren las langostas?

A propósito de la cocción de las langostas, el malogrado David Foster Wallace les preguntó a los lectores de "Gourmet", una revista especializada en la buena vida que editaba el grupo Conde Nast, si realmente los suyos eran unos hábitos gastronómicos morales. Acto seguido sacó a relucir sus propias conclusiones: "Hace falta un montón de gimnasia intelectual y minuciosidad conductista para no ver el forcejeo, el retorcimiento y los golpes en la tapa de la olla como una de esas conductas derivadas del dolor. De acuerdo con la zoología marina, las langostas suelen tardar treinta y cinco y cuarenta y cinco segundos en morir en agua hirviendo (no he encontrado ninguna fuente que hable de cuánto tardan en morir en vapor supercalentado; uno confía en que sea más rápido)".

Foster Wallace admitía, sin embargo, que su protagonista, la langosta, ni ve ni oye mucho, pero sí hacía hincapié en su delicado tacto, gracias a los miles de pelitos diminutos que sobresalen del caparazón. "¿Está bien hervir a una criatura viva y sensible solamente para nuestro placer gustativo?". DFW se planteaba la preocupación, no desde el lado de la corrección política, sino de manera sentimental. Y así es como lo entendieron, haciendo uso del más elemental sentido del humor, los inteligentes lectores de "Gourmet".

No obstante, el mismísimo Harold McGee, autor de "La cocina y los alimentos", obra fundamental del género, explicó cómo muchas de las recetas tradicionales tratan a los crustáceos como si fueran insensibles al dolor, aconsejando al cocinero que los trocee vivos o los eche con vida al agua hirviendo."Estos animales carecen de un sistema nervioso central y la masa cefálica sólo recibe impulsos de las antenas y los ojos. Cada segmento del cuerpo tiene su propio conjunto de nervios, así que es difícil saber si se puede minimizar el dolor y cómo". En cualquier caso, su consejo es el de los biólogos marinos: anestesiar al animal en agua salada con hielo durante treinta minutos antes de trocearlo o cocerlo.

Existe una diferencia notable entre hervir una langosta y hervir un gato. Del mismo modo que no es lo mismo apalear un pulpo que un perro, un animal que forma parte del círculo más restringido de mascotas preferidas por el ser humano. En cualquier caso el tratamiento de la langosta, al igual que el del centollo y del percebe, era hasta ahora un asunto que concernía simplemente a las conciencias individuales. Así estaba asumido hasta que llegaron los suizos, practicando su insípida política de neutralidad, y anunciado la decisión de prohibir que los crustáceos sean hervidos o congelados mientras permanecen vivos. Según parece, hay que matarlos suavemente para que no sufran de manera innecesaria. ¿Algunos se preguntarán cómo se hace? Abundan los expertos que aconsejan aplicar las descargas eléctricas para aturdirlos y evitar el sufrimiento. Pero uno, identificado con el dolor de los cangrejos, no puede dejar de preguntarse si esta fórmula no será la tortura previa a la muerte. Tampoco me imagino en los restaurantes, en pleno servicio, al personal de cocina ejerciendo de suboficiales de la ESMA aturdiendo a las langostas como si fueran montoneros.

La ciencia parece encaminarse a confirmar, tras un largo período de controversia, que los animales invertebrados también sufren dolor. En el caso de una langosta, un bogavante, un centollo, un cangrejo o un percebe puede que así sea. Se han experimentado los estímulos dañinos con las gambas y el resultado ha sido positivo. Quién sabe. Supongamos que los treinta y cinco o cuarenta segundos que Foster Wallace otorga a las langistas existen, pero el retorcimiento en la olla se puede y se debe evitar con una muerte más lenta que es la aconsejada en las cocciones del marisco vivo y que los suizos, al parecer, son incapaces de detectar. Supongo yo porque saben menos de crustáceos que de raclettes. El marisco cuando está vivo se ha cocido secularmente en un espacio desahogado agua fría y suficiente sal, pero también es cierto que hay quienes prefieren cocerlo muerto en agua hirviendo para evitar la mínima posibilidad de que las patas de algunos ejemplares se desprendan y pierdan el sabor, sobremanera en el caso de los centollos, de las nécoras o andaricas y de los bueyes de mar. A todos ellos se les puede matar echándoles unas gotas de vinagre en la boca. Menos sufrimiento. Soluciones para suizos. El consejo de McGee y de algunos biólogos de anestesiar el crustáceo en agua salada con hielo durante treinta minutos antes de cocerlo o trocearlo parece la más práctica y razonable de las medidas paliativas. ¿Trocear viva la langosta? Sí, eso es lo que habitualmente se hace para guisarla o asarla, tras haberla apuñalado en los apéndices oculares, más o menos donde se situaría el tercer ojo en los humanos. Cualquier cofrade del buen trato animal se quedaría aterrado de contemplar la forma desinhibida de cómo se lleva a cabo esta misión en las cocinas de todo el mundo o en los puestos de comida callejeros del lejano Oriente. Pregúntenle a algún chino de estas cadenas de despiece de comida qué tipo de anestésico usa y le mirará cómo si tuviera delante a un marciano.

Suiza, en nombre de la corrección política y de los Verdes, ha invertido el color de la cruz de su bandera para convertirse en la Cruz Roja de los crustáceos. Pronto alguien se ocupará de las magulladuras de los pulpos, maltratados tradicionalmente para ablandar su carne. El problema de los pulpos es no existir para los suizos.

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