La Nueva España

La Nueva España

Contenido exclusivo para suscriptores digitales

MARITA ARAGÓN FERNÁNDEZ | Catedrática jubilada de Filología Francesa, primera mujer que dirigió un Vicerrectorado en la Universidad de Oviedo

"Me tocó un Bachillerato con siete años de Latín y Religión"

"Recuerdo el Avilés de la guerra, un avión ametrallando a la gente en la calle y a mi madre tirando de mí para meterse en un portal y salvar así la vida"

Marita Aragón en su casa, en Oviedo, rodeada de recuerdos.

En una de las habitaciones del hogar de Marita Aragón Fernández, en Oviedo, cuelga un cuadro de Alejandro Mieres, el pintor del abstracto que nos ha dicho adiós esta semana. Es una obra de formato medio, monocolor y con esa geometría ordenada y precisa que caracteriza a uno de los más grandes del arte en Asturias.

El cuadro le sirve a Marita Aragón, María Aurora en los papeles del Registro, para recordar a otra figura cercana en su vida. "María entró en casa de mis padres para ayudar cuando ella tenía 16 años y yo apenas dos más. Había nacido en un pueblo de Zamora y de niña la mandaron a cuidar cabras. Una infancia muy dura, terrible, en tiempos de posguerra. Se pasó toda la vida con la familia y cuando vio por vez primera el cuadro de Alejandro Mieres, le dijo a mi madre: 'Ahora Marita le pondrá color, ¿no?'".

Porque Marita Aragón pintaba, y aún pinta. "Lo mío son los paisajes, pinto mal pero da igual. Ahora que la vista me falla y que ya no puedo ni leer la letra pequeña del periódico, sigo haciendo cuadros".

Catedrática de Francés en la Universidad de Oviedo, ya jubilada. La primera mujer que llegó a un Vicerrectorado universitario en Asturias y la primera decana en la Facultad de Filología. El suyo no fue un Vicerrectorado de segundo orden, sino el de Ordenación Académica y Profesorado. Ocupó esa responsabilidad en tiempos de tres rectores. El que la nombró, Teodoro López Cuesta; el que la mantuvo, Juan López Arranz, y el que la convenció para una prórroga a la que se resistía, Santiago Gascón, "que me dijo que si aceptaba me quitaba la responsabilidad del Profesorado, que le cayó a otra gran persona, Pepe Muñiz".

"Pero, claro, quién podía decirle que no a un rector como Gascón. Un hombre elegante hasta sus últimos momentos. Recuerdo que le visité en el hospital un día antes de su fallecimiento. Entré sola en la habitación y le veo incorporado en la cama, con mascarilla de oxígeno y leyendo el 'ABC'. Yo exclamé: 'Pero hasta qué extremos puede llegar una enfermedad para hacer que alguien como tú esté leyendo un periódico como ése'. Y conseguí que se riera en aquella situación tan difícil".

Avilés, 1933. Marita Aragón nació "en un entorno familiar maravilloso", pero en un entorno social que amenazaba tormenta. "Mi padre había nacido en Astorga, donde su padre ejercía de médico, fue catedrático de instituto de Ciencias Naturales y profesor de Biología en la Facultad de Químicas. Un hombre estupendo y liberal que salió de la guerra con un problema grave de visión a causa de un glaucoma que le impidió hacer el doctorado porque no podía experimentar con los microscopios. Murió ciego. Mi madre fue ama de casa, una mujer culta que leía mucho y era capaz de hablar de todo con sentido. Yo fui hija única, pero tengo que agradecer a mis padres el que siempre me dejaron libertad".

Nueve primeros años en Avilés, donde vivió la Guerra Civil muy de niña. Pero hay recuerdos que se cincelan a sangre y fuego. "Vivíamos en una casa muy cercana a la plaza de la pescadería y al parque, donde hoy se levanta la pasarela de acceso al Niemeyer. Cuando había bombardeos nos llevaban a un refugio que estaba situado en los bajos del teatro Palacio Valdés. Un día un avión alemán cruzó la zona ametrallando a la gente que aún estábamos en la calle. Mi madre se lanzó conmigo a un portal que estaba abierto y quizá gracias a eso salvamos la vida. Aún es hoy el día en que veo un avión y me recorre una cosa por la espalda?".

La familia se fue a Barcelona en plena posguerra, buscando mejores horizontes académicos. "Mi padre argumentaba que una ciudad como Barcelona iría bien al porvenir de la niña, y mi madre no quería ir ni loca. Pero se fueron, para comprobar sobre el terreno que la vida cotidiana era muy complicada, un tiempo de cartillas de racionamiento para todo, en el que comprar carne se convertía en toda una hazaña. Mi madre pagaba a precio de oro la leche que necesitaba por prescripción médica para tratar su úlcera, y yo odio los boniatos de tantos como me vi obligada a comer. Nos pasamos en Cataluña un curso porque en Avilés mi abuelo materno, que había sido consignatario de buques, tenía posibilidades de comprar alimentos de estraperlo y aquello ayudaba. Decidimos regresar a Asturias".

Decenas de fotos cubren paredes y estanterías del piso ovetense de Marita Aragón. Una de ellas está tomada el día de la boda de sus padres. Él de traje, ella de negro con ramo de flores. Sorprende el entorno, en la casa de aquel abuelo rico que tenía trazas de palacio. "Se quedó casi sin nada coincidiendo con la Revolución de 1934. Tenía barcos en varios puertos y con Asturias bloqueada no le fue posible salir adelante. Fue una persona muy honesta que vio cómo tras la Guerra Civil otros a su lado se volvieron millonarios aceptando condiciones del poder que él no estaba dispuesto a asumir".

En 1942 la familia llega a Oviedo. Los padres, para instalarse definitivamente. Y Marita, para convertir la capital asturiana en cuartel general, pero con excepciones, casi siempre relacionadas con asuntos académicos. "Las casas en las que aún hoy vivo en mi piso todavía no estaban terminadas, así que nos pasamos un año de pensión en la calle Milicias Nacionales. La dueña era una mujer que siempre iba muy pintada e infundía en mí un auténtico pavor, no sé muy bien por qué. Me la encontraba en el pasillo y me ponía a temblar. Decía que se le había muerto el novio en la guerra".

Estudió el Bachillerato en el Instituto Femenino de la calle General Elorza, con un programa que incluía siete cursos completos de Latín y de Religión. Francés desde el inicio e Inglés y Griego en los tres últimos años. Las clases de Dibujo las impartía Paulino Vicente, que era amigo de su padre. Un lujo. "Con Paulino Vicente, que era una persona muy simpática, yo no tenía problema porque me encantaba dibujar y se me daba bien. Paulino le decía a papá: 'A esta niña hay que mandarla a Madrid a estudiar Bellas Artes'. Aquel era un Bachillerato duro, con un examen de ingreso que se las traía. Allí con apenas 9 años te enfrentabas a cinco señores que no conocías, componentes de un tribunal que te preguntaba cosas. Ahora que se habla tanto de las reválidas y del peligro de que los niños se traumaticen, recuerdo aquellos exámenes de ingreso y, la verdad, no conozco a nadie que haya quedado traumatizado por la experiencia".

- ¿Buena estudiante?

-Sí, aunque sólo fuera porque no quería dejar mal a mi padre. Vivíamos en la calle Arzobispo Guisasola y me iba sola todos los días hasta General Elorza. Un paseo largo. Con 17 años mis padres me dejaron viajar a Francia para asistir a un curso de verano, lo que en aquel Oviedo del año 1950 era una auténtica liberalidad. Conté alguna vez la anécdota de que mi padre tenía un amigo, don Floriano, que era catedrático de Paleografía, que se echó las manos a la cabeza cuando le dijo que la niña se marchaba a Francia por el verano. Don Floriano solía repetir la frase de que nunca dejaría a una hija suya viajar a un país que no tuviera Guardia Civil.

Edificio histórico de la Universidad de Oviedo. Clases de Filología Románica. "Me daba Francés una profesora apellidada Muñiz Toca, que siempre iba muy arreglada a clase. Buena profesora. Compartí aula con Rodrigo Grossi, que fue diputado regional y concejal del Ayuntamiento de Oviedo durante muchísimos años. En clase éramos mayoría femenina, pero después, en el patio, cuando salían los estudiantes de Derecho, casi todos varones, pues, la verdad, estábamos muy bien acompañadas. Yo tenía ya muy claro mi objetivo académico, que era la docencia, estaba predestinada. Le decía a mi padre que seguro que la comadrona, cuando me ayudó a nacer, le había dicho: 'Aquí tiene usted a su catedrática'. Recuerdo a otro profesor universitario muy bueno de Francés, Luis Castañón. Terminé la carrera en junio y en octubre me puse a trabajar. Conseguí una beca que me permitía preparar la cátedra y me destinaron al Instituto masculino Alfonso II. Allí estaba yo, que tendría unos 22 años, dando clase a adolescentes de 12 o 13. Pero lo más gracioso es que me mandaron dar clase de Geografía, que era una materia que tuve que preparar porque no era exactamente lo mío. Tuve como alumno a Matías Rodríguez Inciarte, el vicepresidente del Banco de Santander y actual presidente de la Fundación Princesa de Asturias. Recuerdo que Matías me preguntó una cosa y yo le dije que lo iba a consultar y que al día siguiente le daría la respuesta. Se me quedó mirando y dijo: 'Meca, la profesora no lo sabe'. Y yo: 'Pues no, no lo sé, pero lo importante es saber dónde se pueden encontrar las cosas'. Seguro que él no se acuerdo de esa anécdota".

"Mi cátedra de Instituto la saqué en Tarragona, que en invierno se convertía en una ciudad levítica en la que mandaba mucho el arzobispo. La gente me decía: 'Si te pasa algo, ya sabes dónde estamos'. Pero como no me pasó nada, apenas conocí a gente. Tenía dos grandes amigos. Una era una chica de Madrid y el otro un chico de Logroño. Al principio estábamos de hotel y después me fui a unos apartamentos que estaban entre Tarragona y Salou. Me compré una moto Ossa de 50 centímetros cúbicos, y motorizaba andaba yo con gran escándalo de las huestes locales".

La cátedra de Universidad la sacó Marita Aragón en Santiago de Compostela. "Me fui a Galicia porque me daba la impresión de que sacar la cátedra en Oviedo iba a ser muy difícil. El catedrático de Románicas aquí era Álvaro Galmés y, no sé, creo que no le iban a gustar mis aspiraciones. Me fui a Santiago y logré cátedra a la primera en competencia con cinco hombres". La sacó en 1975, con 42 años.

"Nunca fui una profesora roñosa, de ésas que suspenden a alguien con un 4,9. Aprendí de mi padre que había que ser, sin embargo, muy riguroso. A él un día le escribió Torcuato Fernández-Miranda cuando era ministro de Educación para recomendarle a un alumno, hijo de un amigo suyo. Mi padre le contestó que si aprobaba a aquel chaval tenía que dar aprobado general porque era, así se lo dijo, su peor alumno. Y Torcuato Fernández-Miranda le dio las gracias y le pidió disculpas. El alumno suspendió. Yo creo que los profesores universitarios tienen que ser exigentes, nada de regalar aprobados".

Segunda entrega mañana, lunes:

Una "mandona" en el Vicerrectorado, el IES Doña Jimena y 54 años de docencia

Compartir el artículo

stats