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Crónicas gastronómicas

Dentro de la pecera

La aceptación del pescado ha sufrido un vuelco de la Antigüedad a nuestros días: así tenemos el éxito de las caballas, las lubinas y las merluzas, tres ejemplares marinos consagrados por el paso del tiempo

Dentro de la pecera

El discurso actual favorable al pescado hubiera sido inimaginable para los antiguos, entre los que gozaba de mucho menos prestigio que ahora. Al pescado nos hemos ido acostumbrando, su consumo mayoritario es relativamente moderno y no en todos los países. Durante mucho tiempo, en la antigüedad y la edad media, los marineros bordeaban las costas, raramente extendían las incursiones de los barcos mar adentro y no precisamente para las labores de la pesca.

El pescado ha sido objeto de sufrida reticencia culinaria en lugares costeros y, además, era rechazado por las gentes del interior. El chef Olivier Roellinger le contó al periodista y escritor Oscar Caballero, autor del estupendo libro que acaba de ver la luz "Océanos, peces, platos" (Arpa), que en cada familia bretona había un pescador y por lo tanto un duelo posible. "Comer pescado suponía ingerir tal vez parte de un ser querido". Un pensamiento terrible que el propio Caballero enlaza con los versos de Neruda: "Los marineros besan y se van,/y una noche se acuestan con la muerte/en el fondo del mar". La misma y amarga percepción sobre el festín humano de los peces existía en Galicia o en Asturias. El humor húmedo sobre el pescado y sus espinas ha cambiado. Ha dado un vuelco. Veamos, sin ir más lejos, el éxito de la xarda, de la lubina que despreciaba Câreme, o de la suculenta merluza que trasciende el Cantábrico.

La regla de oro de la caballa, xarda o verdel es remojarla en agua fría casi congelada antes, para que su carne, delicada, mantenga una textura firme. Después se pueden hacer muchas cosas con ella, cocerla en un caldo corto, asarla en un papillote o ponerla a la plancha y servirla acompañada de unos pimientos. El escabeche, como ocurre con el chicharro o jurel, es igualmente una elaboración muy socorrida. El tamaño sí importa. Las caballas grandes, de 400 gramos a medio kilo, son óptimas para cocer brevemente en un caldo adecuado. Las pequeñas, de un cuarto o 300 gramos, son más apropiadas para asar al grill. No obstante, la preparación que más me gusta para la caballa es la cocción corta ( bouillon). Se pone a hervir una medida pequeña de agua con unos buenos trozos de cebolla, zanahoria, estragón y vino blanco, mientras el pescado se mantiene a remojo en frío después de haberle quitado la piel. Si se trata de una xarda de tamaño grande, lo mejor es cortarla en trozos gruesos. Una vez que el caldo ya está hecho, se sumerge el pescado, se deja hervir lo justo y se aparta del fuego. Se sirve con la reducción del propio caldo y unas patatas al vapor.

Madame Maigret cocinaba, según Robert J. Courtine, amigo de Simenon, como la mujer sabe amar o canta el pájaro. Así preparaba para su marido los platos que a él le gustaban, sin sofisticación y tal como se desprende de las novelas sobre el inspector del 36 de Quai des Orfèvres. He aquí su sencilla y sabrosa receta de la caballa al horno: vaciar los pescados y practicar leves incisiones; preparar un picadillo de escalonias y perejil. Rellenar las caballas con una rama de tomillo, una cucharada pequeña de calvados y espolvorear de pimienta. Untar con una mezcla de mostaza y limón. Disponer las caballas sobre el lecho de perejil y escalonias. Verter dos vasos de vino blanco. Cubrir con papel de aluminio y cocer a fuego medio durante veinte minutos en el horno. Hay otra forma estupenda de cocinar la xarda, salteándola en una sartén salpimentada y con aceite de oliva, hojas de menta picadas, perejil, una cucharada de alcaparras y un chorrito de vinagre de jerez. La rigidez cadavérica, al igual que sucede con otros pescados, prueba la frescura de la caballa.

En Francia, los pescadores solían tradicionalmente ensartar las caballas vivas recién capturadas en unas cañas, hasta que se arqueaban. Popularmente se las conocía por cuernos de caza. Daba gusto verlas en medio del milagro atlántico de los mostradores. No sé si se sigue haciendo. En Honfleur, Normandía, donde es uno de los pescados favoritos en las tabernas y los restaurantes del puerto, preparan la caballa, sin más, cocida en agua de mar con cebolla y granos de pimienta. También la he comido en filetes enrollados, como una crepineta, cocinada en sartén acompañada de una crema líquida, mostaza a la anciana, estragón y unos pequeños tomates de guarnición. La mostaza les va especialmente bien a las caballas antes de asarlas simplemente a la parrilla y agregándoles una crema reducida al final de la cocción.

La lubina, el róbalo, elegante hasta el punto que si hubiera que buscar un arquetipo en la especie el suyo sería el modelo idóneo, es también con su aspecto armonioso uno de los peces más voraces que existen. Se alimenta de pececillos, pero no le hace ascos a los calamares y a los cangrejos, busca aguas frescas y agitadas, cerca del litoral, no lejos de los rompientes y de las olas, para encontrar comida. Es insaciable pero escogido: un pez gourmand. De un sabor extraordinario, con una carne suculenta y delicada, da igual el que se extrae del Atlántico que el que se pesca en el Mediterráneo. Ambos tienen grandes cualidades. Lo ideal es cocer la lubina de un solo lado, sobre la misma piel, a fuego lento en el horno, de manera que la carne blanca no pierda tonalidad y brillantez. Recubierta de algas en la poissonnière o besuguera, además de mantener sus aromas marinos adquiere otros que contribuyen a ensalzarla. La mejor manera de acompañar la lubina, además de las patatas panadera, es guarneciéndola con endivias braseadas, ceps y todo tipo de hortalizas. El hinojo, las aceitunas y el aceite confitado son muy característicos de la cocina mediterránea. También resulta fiable una cocción a la sal, que ayuda a mantener su carne firme y jugosa, lo mismo que sucede con las doradas.

La merluza es, generalmente, el pescado preferido. Esta afición viene del XIX, y más en concreto del desarrollo de las comunicaciones ferroviarias, que permitieron que las merluzas llegasen a Madrid, la ciudad española más alejada del mar, razonablemente frescas. En la cocina, requiere un trato extremadamente suave y exquisito. Con ella es necesario un control riguroso de los tiempos de cocción. La fritura de la merluza del pincho, siempre preferible en filetes limpios de piel y espinas, necesita un calor moderado, para que quede jugosa y la superficie, dorada y suave. La preparación con cachelos y en ajada es la más clásica en Galicia, de la misma manera que en otro lugares del Cantábrico se ha impuesto en salsa verde con o sin almejas, al horno, al vapor, rellena y sin la espina central, preparaciones todas ellas sublimes. La parte abierta de la merluza, el cogote, es probablemente la más sabrosa: se suele preparar al horno, con sal, aceite y ajo. En cualquier caso, la cabeza y la espina central son idóneas para preparar caldos cortos de pescado (fumet) con un casco de cebolla, zanahoria y puerro. Una de mis cocciones predilectas es al vapor con un bouillon adecuado y unas algas. Sencillo, no se escapan los jugos y los sabores, y resulta la mar de dietético. Otro clásico que me lleva a no ofrecer jamás resistencia es, como ya adelanté, rebozada en huevo y frita. A la romana, que no lo es tanto, y en el corte del lomo. Preferible a la rodaja.

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