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Salud

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La importancia de utilizar una terminología consensuada en la medicina clínica

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Hace años, después de pasar un tiempo dedicado a la investigación epidemiológica, me ofrecieron llevar unas camas en una sala de pacientes crónicos agudizados. No había mucha variedad de patología, pero sí de presentación y complejidades. Me sorprendió la formulación de la historia clínica: las palabras y su orden eran casi idénticos. Respondían perfectamente al patrón de comportamiento de cada una de las patologías. Probablemente un médico del siglo XVII no sería capaz de diagnosticar con seguridad la patología que producía esa clínica como nosotros no entendemos qué patología produce la que ellos describen. Los psiquiatras conocen bien ese fenómeno, aquellos psiquiatras que se preocupaban por la nosología y creían que la enfermedad mental era algo más que un desequilibrio en neurotransmisores que se podría corregir administrando las sustancias químicas adecuadas.

Recuerdo con cariño aquellas discusiones a la hora de comer en el antiguo hospital psiquiátrico durante esos meses que roté por allí mientras hacía la residencia. Aún no había triunfado de manera plena el DSM, el manual de la Asociación Americana de Psiquiatría, que establece los signos y síntomas que se deben cumplir para etiquetar a un paciente con éste o aquel diagnóstico. Etiqueta era la palabra que se repetía, la palabra que como una red caía sobre el enfermo y atrapado en ella estaba obligado vivir de acuerdo a lo esperado. Aquellos residentes de psiquiatría que bebían de la fuente de la antipsiquiatría, que tenían sobre la mesa los libros de Franco y Franca Basaglia, que admiraban a Cooper, se rebelaban contra ello, se exigían ver con ojos desprejuiciados el proteiforme comportamiento del paciente. Pero al final se precipitaban por el camino de la etiqueta: esquizofrenia, psicosis maniaco depresiva, neurosis, psicopatía, cada una con sus matices o subclasificaciones. Y les administraban la escasa farmacopea que existía, aquélla que calmaba o reducía sus síntomas. A la vez ensayaban diferentes modos de psicoterapia, corrientes que suscitaban encendidos debates. Ahí la ideología tenía un protagonismo que no se observaba en la farmacopea. Se basaban en explicaciones sobre el hecho de enfermar, de carácter sociológico y filosófico más que biológico, explicaciones que definían la posición de cada uno en el mundo y su relación con la práctica clínica. Los médicos clínicos describen la enfermedad casi con idénticas palabras, eligen los mismos términos cuando explican las causas del agravamiento; los psiquiatras se ajustan más a la terminología que exige la DSM para poder clasificar bien al paciente. Lo mismo que no es raro que los historiadores acudan a explicaciones que satisfacen sus expectativas y las de la sociedad a la que se dirigen.

Hace unos días, en una visita a la Universidad de Salamanca, que cumple este año 800 años, nos contaban, en el lugar donde había ocurrido, la famosa anécdota del enfrentamiento de Miguel de Unamuno con Millán Astray. Tiene algo de épico que eleva la figura del filósofo. Muera la inteligencia, viva la muerte, dijo Millán Astray. Unamuno respondió con un breve discurso que finalizó con sus palabras veneradas: "Venceréis, pero no convenceréis". Así, se dice, demostró su desafección al régimen que había apoyado. Murió pocos meses después bajo arresto domiciliario. Todo encajaba. Unamuno, un intelectual comprometido con la ética y la verdad, había comprendido que los insurgentes eran unos incultos opuestos al diálogo y al pensamiento. Un héroe que se atrevió a enfrentarse al más sanguinario de los caudillos rebelados, al que muestran desencajado y desdentado cantando a voz en grito. Unamuno se redimía así y volvía a ser otra vez un faro que iluminaba el incierto camino por el que transitar mientras se vive.

Lo interesante es que no está claro que las cosas hayan ocurrido así, aunque quizá hubieran podido serlo para confirmar las personalidades de ambos personajes. Millán Astray gritó, al hilo de la mención de José Rizal, intelectual con el que había luchado en Filipinas y le había decepcionado: "Mueran los intelectuales traidores". Lo que dijo Unamuno nadie lo sabe con seguridad. Un escritor, Portillo, que ni estuvo allí ni tuvo acceso a fuentes directas, escribió un relato con aspiraciones literarias del acontecimiento, en el que además incluye lo de "éste es el templo de la inteligencia y yo soy el sumo sacerdote". Hugh Thomas lo incluyó en su exitosa "Historia de la Guerra Civil". Respondía a sus expectativas.

Las cosas no son como son, sino como se cuentan. Edmonds y Eidinow intentaron saber qué había ocurrido en la famosa discusión entre Wittgenstein y Popper. Popper lo cuenta en la versión canónica. Cuando Wittgenstein le pidió que le mostrara una regla moral: "No amenazar a los invitados con el atizador", le propone. Porque Wittgenstein estaba jugando con él frente a la chimenea encendida. Sin más, arroja el atizador y sale enfadado dando un portazo. Una investigación minuciosa de estos autores revela que cada uno de los asistentes entrevistados recuerda la situación de forma diferente. Pero hay una que hay que contar, la que mejor encaja con las expectativas del público y las personalidades de ambos.

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