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SOCORRO SUÁREZ LAFUENTE | Catedrática de Filología Inglesa

"Los Reyes no me trajeron una bici, pero los libros me arroparon"

"Viajé becada a Estados Unidos en 1968, en una época en la que casi nadie lo hacía, y cincuenta años más tarde sigo en contacto con mi familia de acogida"

Socorro, en el centro, con su madre, Pili, y su abuela Pepa, una belleza en su tiempo.

Una fotografía de niñez rescatada del álbum familiar muestra a Socorro Suárez Lafuente en compañía de su madre y de su abuela materna. La niña tendría 7 años, cinta al pelo, piernas delgadas, sonriente frente a la cámara y con las manos juntas, como en misa.

Imaginemos el entorno, el Gijón de los años cincuenta, el ambiente de comercio de ultramarinos con el que se ganaron la vida sus padres. "Procedían de un ambiente rural, se vinieron a la ciudad y abrieron una tienda en el barrio del Carmen; después se cambiaron a otra, en la calle Cabrales casi esquina a Menéndez Valdés, junto a una bombonería que se llamaba La Caperucita. Cuando yo tenía unos 9 años, nuevo cambio de establecimiento, esta vez a uno de la calle Ezcurdia, un quiosco donde vendíamos periódicos. Yo me he sentido siempre de ahí, del barrio de la playa".

Socorro Suárez Lafuente (Gijón, 1950), catedrática de Filología Inglesa en la Universidad de Oviedo, referente histórica del movimiento feminista asturiano, se recuerda "estudiosina, obediente y plegada a lo que me decían". Hija única y, como consecuencia, "de infancia un tanto solitaria" en aquella ciudad en blanco y negro, "con unos padres siempre ocupadísimos, circunstancia que a la larga fue muy buena cosa. Era dada a leer. Mi güela Pepa se ocupó de mí, era una mujer lectora e ingeniosa, que me contaba cuentos que ella misma inventaba. Crecí junto a ella y junto a libros y tebeos, que se convirtieron en mis mejores amigos".

Estudió en el colegio Cabrales, y se puede decir que ahí empezó todo. "La biblioteca del colegio era un cajón con treinta o cuarenta libros. Manolita, la directora, poníase allí en la clase con aquel cajón y comenzaba a recitar títulos. Y tú levantabas la mano cuando mencionaba uno que querías leer. Y te lo llevabas para casa, previo pago de una perrina. Yo me sabía de memoria todos los títulos, de tanto escuchárselos a Manolita, y mi güela me decía: 'Mira a ver si puedes escoger ese libro'. Y si podía, lo escogía".

Una imagen, la del ultramarinos de la calle Cabrales. "Pasaba mucho tiempo en la tienda. Al lado paraban los autocares Riestra con las mujeres que bajaban de Peón, Quintes o Deva. Bajaben les aldeanes con les goxes camino de la plaza para vender sus productos. Y a la vuelta compraban cosas en la tienda. Recuerdo a aquellas mujeres, cargadas siempre, fuertes, contando historias. Y yo escuchando. Tiempo después, en el quiosco de la calle Ezcurdia, yo era ya mayorina y despachaba algo. El quiosco abría a la calle y detrás estaba nuestra vivienda. Mi madre entraba y salía a ver cómo iba el pote. Había un banco que siempre estaba lleno de vecinas que se pasaban allí la tarde. Alguna hasta se ponía a atender a la clientela".

El barrio gijonés de la Playa era acogedor y respondía en su estructura social a los tiempos crudos de los cincuenta. "Había mucha casa con derecho a cocina, con pisos que compartían cuatro familias. Y de aquélla era algo que se veía como normal. Todo muy 'democrático', la gente aireaba sus problemas a voz en grito; había un asilo de ancianos y el campo Jovellanos, un prao con barro y piedras donde iben les muyeres a variar colchones. Y sin coches, claro. Con el primero que tuve, a principios de los setenta, yo aparcaba delante del quiosco a cualquier hora y sin ningún problema".

El arenal de San Lorenzo estaba a tiro de piedra. "A la playa le saqué mucho partido, como todos los críos de la zona. Ellos, a jugar a las canicas y les chapes. La playa formaba parte de la vida de todos nosotros, recuerdo perfectamente a mi madre, Pili, ir con algunas vecinas a bañarse a las seis de la mañana, antes del trabajo".

Fue una infancia feliz, pero sin lujo alguno. "Nunca tuve una bicicleta, a pesar de que siempre la pedía a los Reyes Magos. Cuando eres una niña asumes cosas como si tal cosa. Yo preguntaba: '¿Por qué los Reyes no me traen la bici?'. Y mi madre me contestaba: 'Porque esos regalos son sólo para los fíos de la gente rica'".

Sin bicicleta, pero con libros. "Tenía unas primas que vivían en Somió y para allí iba a menudo, a una casa en la que había mucho que leer. Cuando coges afición por la lectura, eso no se olvida nunca. Todavía siento un especial placer cuando entro en la biblioteca pública de Gijón y veo aquellas estanterías llenas de miles y miles de libros. Mi casa, ya se lo puede imaginar, es algo parecido a una biblioteca con cama. Los libros me arropan y fueron una gran compañía cuando me quedé viuda. Tengo la sospecha de que dentro de un tiempo alguien hará una pira con todos ellos, pero en fin?".

La abuela Pepa merece lugar aparte. "Mi güela fumaba y la recuerdo con el pitu en la boca. Los restos de aquel tabaco los tiraba a secar sobre la cocina de casa y los aprovechaba por la tarde para hacer pitos para el día siguiente. Voy a decirle algo que no sé si será muy correcto, pero es la pura verdad: yo era como Mafalda, que no me gustaba nada la sopa, pero cuando me portaba bien y me la comía, mi güela me hacía un pitín para mí. Y yo fumando como si nada y entendiendo aquello como un lujo. Mi güela me decía: 'Toma, pero que no se entere tu madre, ¿eh?'. Hombre, lo de fumar con 9 años era una experiencia que no pasaba de una vez a la semana".

Socorro Suárez Lafuente era buena estudiante, "pero yo no lo sabía. Con casi 13 años me fui al instituto, primero al Jovellanos y en cuarto curso inauguré el Doña Jimena. Soy mujer de becas. Me concedieron una, de niña, que daba el Patronato de Igualdad de Oportunidades, ayudas en tiempos del franquismo. Una profesora, doña Anita Álvarez, me llevó a Oviedo a ver si la sacaba, y la saqué. Reconozco que tuve mucha suerte con los profesores y profesoras. En el instituto me encontré con Carmen Mestre, que algo vio en mí porque se empeñó en que hiciera el sexto curso del Bachillerato en los Estados Unidos, en una época en la que muy pocos estudiantes viajaban a estudiar. En los años sesenta la autoridad del profesorado era muy grande, Carmen Mestre vino un día a casa y les dijo a mis padres que podía ser muy bueno para mí salir a estudiar al extranjero. Mi padre, Sabino, trabajaba de viajante de comercio y en aquellos años y con aquellas carreteras, cuando le tocaba ir a Navia, por poner un ejemplo, tenía que hacer noche por allá. Mis padres, los probes, siempre ocupadísimos y a lo suyo. Y cuando Mestre, la profesora, les pidió que me dejasen marchar, no pusieron el menor inconveniente. Punto redondo".

Y para Denver, Colorado. "Me acogió una familia de origen irlandés, los Noone. Yo formaba parte de una expedición de unos cincuenta adolescentes españoles becados, de los que cinco éramos asturianas. En tren hasta Irún, en autocar hasta Rotterdam y en barco a Nueva York. Pensábamos que nos iba a estar esperando la Estatua de la Libertad. Cuando empezamos a divisar la ciudad me pasé media madrugada en cubierta hasta que el sueño pudo conmigo. Varias horas después cruzamos, por fin, por delante de la Estatua, pero desde la perspectiva del transatlántico ya no la vimos tan grande. Pasamos la aduana y nos metieron en un autobús hasta el aeropuerto. Fue el primer vuelo de mi vida".

Socorro Suárez Lafuente se encontró con una familia entregada, que la acogió como suelen hacerlo las familias norteamericanas: con cariño, exentas de cualquier contraprestación material y con una enorme generosidad, mantenida en el tiempo.

"Aquel curso fue toda una aventura. Yo tenía una idea muy hollywoodiense de los Estados Unidos, fruto de las películas que veíamos en el cine Ideal, sesiones de domingo por la tarde a una peseta. Mi familia nunca había salido de vacaciones porque las tiendas no cerraban en todo el año, y de repente me veo en el año 1968 al otro lado del Atlántico, con muy poca experiencia de la vida, en una casa que en realidad era modesta pero que a mí me pareció un palacio, con una sala inmensa. Yo, pasmada con todo aquello. La madre de familia, Barbara Noone, todavía vive, tiene 94 años y mantengo mucho contacto con ella. Maneja bien el correo electrónico, es una maravilla de mujer".

La familia norteamericana, de origen irlandés y radicada en uno de los Estados más hermosos del país, tenía tres hijos. Una, Leslie, de la edad de Socorro, convertida en cómplice y acompañante en aquel desembarco vital en una sociedad inimaginada para una chiquilla de Gijón "a la que le chocaba todo"; otros dos, Polly y Mark, más pequeños, tenían 6 y 8 años, respectivamente.

La adolescente Socorro tenía buen nivel de inglés a la hora de leer y escribir, "pero en España apenas se trabajaba el inglés oral. No era un idioma que se estudiara de forma generalizada en aquellos años sesenta, había más tradición pedagógica del francés. De hecho, recuerdo que en el instituto empecé el primer curso de Inglés con tan sólo once compañeros en clase. Pero es curioso porque yo no fui a los Estados Unidos por aprender inglés ni pedí la beca que me permitió hacer el viaje pensando en el futuro. Yo sólo quería viajar, ver mundo, entrar en contacto con otra gente. Al final, mi curso en el extranjero fue algo muy importante, muy instrumental de cara a ese futuro, pero yo entonces no lo sabía. Las causalidades marcan nuestra vida".

Fue un año de lejanía familiar estricta porque a finales de los sesenta, coincidiendo con el Mayo del 68 francés del que se cumple estos días el 50.º aniversario, las comunicaciones eran las que eran. "Ni teléfono ni nada porque con una llamada telefónica dejabas medio sueldo de los de España. Me imponía la obligación de escribir a mis padres una carta a la semana".

El Mayo del 68, que pasó poco menos que inadvertido para la prensa oficial española, influyó poco entonces en aquella joven, que, sin embargo, había comenzado a forjar un cierto espíritu peleón y crítico en las clases del Jovellanos y el Doña Jimena, centros de Enseñanza Media con una impresionante nómina de profesores de altísimo nivel. "Los profesores te trataban de usted. Recuerdo las clases de Luis Baciero, que ante cualquier afirmación de sus alumnas solía preguntar: '¿Y usted está segura a ciencia cierta de eso que dice?'. Y yo pensaba: Dios mío, es que a ciencia cierta, lo que se dice a ciencia cierta... ¡no estoy segura de nada!".

Entre aquellos profesores de lujo estaban José Benito Álvarez-Buylla y Sara Suárez Solís. "Ambos organizaban sesiones de debate entre las alumnas del Preu del Doña Jimena y los alumnos del Jovellanos. Uno de ellos trató el tema del feminismo, yo me apunté en seguida a debatir, y en el otro equipo, el de los chicos, estaba Urbano, también muy en consonancia con mis opiniones. Nos seguimos viendo, nos matriculamos en Filosofía y Letras y con el tiempo nos acabamos casando y formando una familia". Urbano Viñuela Angulo, profesor de Filología Inglesa en la Universidad de Oviedo, falleció en enero de 2005. Contaba 54 años de edad y dejó amplios vacíos y grandes recuerdos.

Pili, la madre de Socorro Suárez Lafuente, imaginaba el futuro laboral de su única hija en una oficina y con trabajo convencional. "Quería que fuese secretaria y me matriculó en la academia Sanchís en taquigrafía y mecanografía", pero la suerte de la chica ya estaba echada.

Segunda entrega mañana, lunes:

Una joven que quería haber nacido hombre y una profesora llena de vocación

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