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La mirada de Lúculo | Crónicas gastronómicas

El teatro gustronómico

Talleyrand inventó los menús largos elaborados para sus ilustres mesas; de la abundancia se pasó a los primeros y principales platos, y desde hace tiempo los chefs amplían su creatividad de modo extenuante

El teatro gustronómico

No es la primera vez, y supongo que tampoco será la última, que saco a colación a Charles Maurice de Talleyrand-Périgord, Príncipe de Benevento, un nombre ineludible de la historia de la política al que su alto cargo y fortuna siempre colocaron cerca de un trono que a menudo dominaba con habilidad. Talleyrand inspiró la buena voluntad de los soberanos, los favores de las mujeres, la adulación de los ambiciosos, el odio de las personas honradas y el sarcasmo de la multitud. Como si todo eso no fuera suficiente para hacer famoso a un hombre, la gastronomía se apoderó de él y lo colocó en el panteón de las artes culinarias. Aunque la hospitalidad más refinada y la buena comida eran principalmente un medio para servir a sus propósitos y de ninguna manera a sus inclinaciones, supo rodearse de los mejores cocineros y disfrutó de los mejores platos.

La cena fue siempre un asunto serio para Talleyrand: la comida más larga. Todas las mañanas se encargaba de cerrar el menú con su chef. La mesa a la que se sentaba con sus invitados contaba por lo general con diez o doce platos: el servicio consistía en dos sopas, dos platos de entrada, incluido uno de pescado, y cuatro más adicionales, dos asados, cuatro dulces y el postre. Los principales contratistas, los financieros de la época, se quejaban del exceso, de la copiosidad de aquellas cenas interminables. Sentados a la mesa de Talleyrand no solo estaban todos los que se celebraban en Francia, sino los que habían hecho ruido en Europa y en el mundo político. Entre los principales atractivos estaba la conversación, en muchas ocasiones un combate de esgrima donde los comensales se cruzaban los floretes con sobrada destreza.

El Imperio encontró la pauta en Chez Talleyrand, devolvió a la cena a su orden y le proporcionó un placer que, al mismo tiempo tiempo, satisfacía a la razón y al gusto. Por el contrario la buena mesa en las Tullerías nunca tuvo especial relevancia; Napoleón fingía no prestar atención a los detalles que estaban por debajo de él: comía apresuradamente y escogía los alimentos más simples. A pesar de todos los esfuerzos e investigaciones gastronómicas que intentaron probar que el Emperador era tan inmoderado en privado como sobrio en público, finalmente ha prevalecido la idea de que en sus hábitos generalmente se imponía la modestia, la reserva y la restricción.

El Príncipe de Benevento, sin embargo, mimaba la cocina y cuidaba de sus cocineros. A Bouchet le pagaba lo mismo que al mejor de sus diplomáticos, y Carême cobraba lo de un ministro. Es conocida esta anécdota: asistía Talleyrand a un banquete y al probar el pavo que le sirvieron, exclamó: "¡Qué lástima ! estaría riquísimo si hubiera gozado de mejores compañías". El anfitrión le preguntó al cocinero que había pasado, y resultó que en el mismo horno del pavo habían asado también una pierna de cordero.

Sin duda, Talleyrand fue el primero que concibió el menú largo, más allá del estrépito antiguo de los banquetes y las bacanales. Más tarde con el paso de las décadas la abundancia fue declinando, retorciéndose los entremeses, los amouse bouches, y las cartas modernas se simplificaron hasta el punto del entrante o la sopa, el plato principal y el único postre, para posteriormente volver los chefs a reclamar un mayor espacio de creatividad. Lo que se perdió en las llamadas comidas gastronómicas fue la conversación, entre otras razones por la imposibilidad de los comensales de compartirla en un restaurante con la información que se empeñan en transmitir los camareros sobre cada paso de los numerosos menús largos, por no decir inacabables. Veinte pasos, veinte interrupciones para explicar, por ejemplo, que debajo del muslito del pichón hay una colmenilla inapreciable si no es a través de un microscopio. La mayoría de veces carece de sentido tanta gastropedia. Cuando uno se ha cansado de examinar el enésimo plato y hacerlo girar para comprobar sus ingredientes ya se olvidó de lo comido en alguno de los diez que le precedieron.

Como nos lo vienen a contar a la mesa, por suerte ya no hay tanto enunciado grandilocuente en el teatro gustronómico. Hay quienes sostienen, y no sin falta de razón, que comer ha dejado de ser el motivo esencial de la comida para convertirse en una prueba de petulancia y de resistencia ante el soberbio ímpetu de los grandes creadores de la cocina y, lo que es peor, de sus pobres imitadores, que desgraciadamente son legión. El resultado de todo esto es que uno se encuentra a salvo en pocos lugares. Por eso convendría aligerar y elegir algo más de la carta de los restaurantes que aún tienen el valor de mantenerla. Ya habrá nuevas ocasiones de probar esto, lo otro y lo de más allá, sin tener que asistir a una exhibición intensiva del chef. No se trata de refutar la llamada alta cocina con la frase recurrente de "para mí, huevos fritos con chorizo y patatas, por favor". Simplemente de actuar más relajadamente, disfrutar de la comida en sí, no de las "emociones sensoriales" que nos quieren vender. Además, en ningún caso nos espera Talleyrand en la mesa, ni ninguno de sus ilustres invitados

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