Desde hace trescientos años, los europeos tienen la oportunidad de recrearse en las maravillas de "Las mil y una noches", la extensa colección de cuentos árabes que han creado en nosotros una visión mágica de Oriente. Su primer traductor fue el orientalista francés Antoine Galland, nacido en 1646 y muerto en 1715, que publicó la obra para entretenimiento del Delfín en doce volúmenes, aparecido el primero en 1704 y el último, póstumo, en 1717. La traducción de Galland no es la más completa, pero sí la más difundida; además, se le deben dos adiciones que no figuran en la obra original y que, no obstante, son de los cuentos más conocidos: "Aladino y la lámpara maravillosa" y "Alí Babá y los cuarenta ladrones". Dado el destinatario al que iba dirigida (el sucesor del rey Sol), la crudeza y el erotismo de algunos de los cuentos han sido prudentemente suavizados. Posteriormente se publicaron traducciones completas como la de Lane, enciclopédicas como la de Burton, escabrosas como la del Dr. Mardrus, vertida al español por Blasco Ibáñez, y goza de buena fama la de Cansinos Assens. A ésta sucedió la cuidada edición de Juan Vernet, en dos volúmenes.

Durante mucho tiempo, "Las mil y una noches" fue lectura para niños, en versiones convenientemente expurgadas, lo mismo que las versiones reducidas de "Los viajes de Gulliver" y la de "Alicia en el País de las Maravillas". Sin duda quienes propusieron estos libros tenían ideas un tanto peregrinas de la mentalidad infantil. Burton, contradiciéndose a sí mismo, denuncia en su escandaloso epílogo que "los que hayan recorrido enteras 'Las 1001 noches' estarán de acuerdo conmigo en que la proporción de materia ofensiva para la moral es ínfima en relación con el conjunto". En "Las mil y una noches" hay de todo, como en la vida: es un libro que refleja el mundo, como la Biblia y Shakespeare, y en el mundo no todo es moral ni deleznable, aunque la impresión que deja la lectura de esta obra es la de haber entrado en un ámbito en el que predominan las maravillas. No siempre es así. El punto de partida es angustioso, la narradora relata sus historias para retrasar la muerte que la amenaza. Las historias van sucediéndose noche tras noche. La astucia de Sahrazad inventa un rasgo estilístico eficacísimo: abandona el relato en el momento de máximo interés o de mayor tensión para continuarlo al día siguiente: de este modo, tiene asegurado un día más de vida.

Las "Noches árabes" (así tituló Stevenson la colección de cuentos inspirados en ellas) no son exclusivamente árabes: también las hay persas, iraquíes, egipcias e indias. Algunos cuentos presentan ecos griegos, como el de Simbad, versión arábiga de Ulises que se extiende hasta el mundo celta en la navegación de San Brandan, que también confunde una ballena con una isla, mientras la escenografía de "Aladino" es china. De lo que no cabe duda es de que estos cuentos, publicados mil veces, repetidos de viva voz, reescritos en diferentes lenguas, son el reflejo del esplendor de Asia. Un esplendor tal vez no menos fantástico que la versión de Galland que lo dio a conocer entre los europeos, para quienes la ciudad de Bagdad está llena de cúpulas y portentos, y es inconcebible que ahora padezca el peso de la Historia y que el reino de Haroun al-Raschid haya sido usurpado por Saddam Hussein. "Las mil y una noches", para un europeo, no tienen nada que ver con el Oriente actual. Han sido occidentalizadas y forman parte de nuestra tradición hasta el punto que la palabra Oriente tiene magia, y esa magia es parte de nuestra tradición, e imperecedera.