La rutina del mal

Intensa radiografía de la Argentina predemocrática

Argentina, principios de los ochenta. Una familia de clase media está a la mesa, presta a compartir la cena. Uno de los hijos, estrella de la selección argentina de rugby (los emblemáticos "Pumas"), concentra las miradas y las chanzas por su último logro deportivo. Sólo las veladas alusiones a un hijo ausente parecen enturbiar el encuentro. El horror, no obstante, está ahí, latente, colándose entre las pausas de la conversación con una música de fondo, diríase que procedente de otra vivienda. Una música que sólo sirve para ocultar los gritos desgarrados de las víctimas de esta familia que centra la trama de El clan.

La historia de la familia Puccio, unos de los más tenebrosos episodios de la crónica negra de la Argentina durante la dictadura cívico-militar, sirve a Pablo Trapero para trazar una potente radiografía del país en los años convulsos que precedieron al gobierno democrático de Raúl Alfonsín. En esencia, este clan familiar, liderado por Arquímedes Puccio, miembro de los Servicios de Inteligencia durante la dictadura de Jorge Rafael Videla, secuestraba a miembros de familias acaudaladas, a los que retenía en su propia casa mientras negociaba el rescate con sus parientes cercanos.

Con este punto de partida, Trapero centra su mirada en la compleja relación entre el patriarca (espléndido Guillermo Francella) y su hijo Alejandro (Peter Lanzani), la joven estrella del rugby que se ve obligado a colaborar en los "golpes" de su padre. Una relación que sirve de eje para articular la historia y mostrar el progresivo descenso a los infiernos de todo el núcleo familiar, partícipe -por acción u omisión- de las actividades criminales que lideraba el patriarca.

Pese a la carga dramática que rodea la historia, Trapero toma distancia con los hechos, como si ocupase el lugar de un periodista, que trata de describir los sucesos con objetividad. No se recrea en perfilar a las víctimas, ni su mirada es especialmente severa con los Puccio. Pero esta distancia medida no aligera la crudeza de la película. Antes al contrario, Trapero deja espacio a sus actores para que den forma a unos personajes complejos, una tarea en la que brilla como nadie Francella, capaz de clavar al espectador en la butaca con sus potentes ojos azules y sus contados brotes violentos.

El horror habita en esos ojos, pero reside sobre todo en la rutina. En la manera en que esa familia, ejemplar a ojos de todos, es capaz de asimilar, de profesionalizar, el secuestro y el asesinato. Porque es en esas escenas hogareñas, en las cenas en familia y el reencuentro con el hijo ausente, en las que El clan se revela en todo su terrible esplendor.

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