Cosme Marina

El efecto invernadero

"Las bodas de Fígaro" cuentan con una magnífica partitura de la que todo brota, la comicidad, la crítica, la sátira y la melancolía

La vitalidad, el asombro y el deslumbramiento de la música de W. A. Mozart volvieron al teatro Campoamor y lo hicieron con una de las grandes obras maestras de todos los tiempos "Le nozze di Figaro" esa "jornada loca" que sirvió a Mozart y Da Ponte para poner patas arriba las convenciones de su tiempo, en el cambio social del siglo XVIII, la ruptura de un sistema estamental ya en desmoronamiento y esa capacidad tan mozartiana para la indulgencia de las debilidades humanas que ha convertido a su legado en uno de los grandes patrimonios culturales de la humanidad. Frente a la barbarie y a la sinrazón, cultura, comprensión, tolerancia. Y esa lectura prevalece refulgente en el microcosmos mozartiano, fabuloso espejo en el que, de un modo u otro, todos acabamos reflejados.

La Ópera de Oviedo dedicó la función a las víctimas de los atentados de París, leyendo un hermoso texto al inicio de la velada largamente aplaudido por el público en la sala. Y, a continuación, los primeros acordes de "Las bodas" nos llevaron a ese territorio que es conquista irrenunciable, la civilidad que emana de la cultura como derecho elemental.

Las posibilidades de "Las bodas de Fígaro" son infinitas. Permite muchos acercamientos, pero todos han de tener un nexo en común, el soporte de la magnífica partitura de la que todo brota con fuerza imparable: la comicidad, la crítica, la sátira, el enredo y también el suave viento de la melancolía que atrapa a los personajes en la espiral de sentimientos que se suceden sin pausa, a lo largo de los cuatro actos. La producción -ya con sus añitos y procedente de la Vlaanderen Opera- firmada por Guy Joosten es magnífica. Se quitó el director belga la espina de su fallido "Werther" de hace tres años, con un trabajo excepcional conceptualmente hablando. Enmarca la acción en un crepuscular y macilento invernadero que busca, a partir del tercer acto, una perspectiva infinita y ahí las escenas se encadenan con precisa eficacia narrativa, sin dejar ni un solo matiz al azar. Cada personaje está construido y cimentado al milímetro. La caracterización de alguno de ellos como Marcelina y el Doctor Bartolo es fantástica, (y qué decir de Hernández y Fernández, trasuntos de otros dos roles, mejor no decir cuáles para no reventar el guiño cómico). Es verdad que hay un hilo conductor demasiado obvio en el gusto continuo por los tocamientos de las glándulas mamarias a lo "Benny Hill" si bien todo ello dentro de un contexto jocoso, muy divertido. Conviven estos aspectos con otros acertadísimos en la exhibición de la incipiente lucha de clases, en el enfrentamiento del pueblo al conde -suelen exponerse estos coros de forma ñoña habitualmente- y esta agresividad de Joosten les da una lectura con carácter, diáfana en su intención. La magnífica iluminación de Jan Vereecken o la ya citada e imponente escenografía de Johannes Leiacker son otros parámetros a tener en cuenta en el diseño escénico global que fue un elemento decisivo en el triunfo de la velada. Sin duda ese gran invernadero calentó como debe las pasiones humanas, sirviendo de desencadenante para los líos continuos de la obra.

El reparto entró de lleno en las exigencias escénicas, se adaptó plenamente a las mismas y en ese aspecto su aportación conjunta fue magnífica. Aunque no todos ellos discurrieran vocalmente por la misma disciplina mozartiana (un canto sutil, refinado y con intención que, en su aparente facilidad, es quizá uno de los más difíciles de abordar a nivel de excelencia), el trabajo del maestro musical Benjamin Bayl tuvo uno de sus más interesantes aportaciones en la consecución de un equilibrio notable entre los cantantes. Y eso en Mozart siempre es un punto a favor. Incluso algunos cantantes no demasiado mozartianos, acabaron pareciéndolo o acercándose lo más posible a sus requerimientos estilísticos.

El barítono asturiano David Menéndez fue uno de los triunfadores del estreno. Cantó un conde Almaviva de vocalidad robusta y a la vez ágil, elegante, con intención y búsqueda matizada de hermosos colores. Captó muy bien Menéndez ese carácter de aristócrata en la cuerda floja. También la condesa encarnada por Amanda Majeski participó de esa elegancia y su actuación con una estupenda "E Susanna non bien?Dove sono", aunque no siempre el control del "fiato" estuviese sobrado. Por carácter y expresión, Ainhoa Garmendia nos dejó una gran Susanna: pícara, atractiva, risueña y de gran flexibilidad vocal. Con su forma de cantar siempre refinada, Joan Martín-Royo fue un Fígaro eficaz, quizá un poco corto de volumen, pero con un canto bien construido, sólido. Rotundo triunfo para Roxana Constantinescu como Cherubino en su debut en Oviedo. Aprovechó bien sus sólidos recursos expresivos, su canto noble, legato y timbre aterciopelado y sutil para exprimir a fondo sus dos arias para meterse al público en el bolsillo. Begoña Alberdi y Felipe Bou acertaron en el enfoque vocal de sus respectivos roles. Alberdi fue una Marcellina siempre en primer plano y Bou un doctor Bartolo con los adecuados acentos bufos, sin forzar, de manera natural. Jon Plazaola, Pablo García-López, Elisandra Melián y Ricardo Seguel completaron el elenco con eficiencia. Es bueno hacer notar, una vez más, la apuesta continua de la Ópera de Oviedo por los cantantes españoles y no sólo por su lugar de origen, sino porque sus resultados son homologables a los de sus colegas extranjeros. A esta constancia no todos los coliseos públicos de nuestro país han sido tan fieles. Buena aportación, una vez más, del Coro de la Ópera de Oviedo.

Apuntaba más arriba que la principal virtud del trabajo del responsable musical Benjamin Bayl fue la búsqueda del adecuado balance, del equilibrio. Contó como instrumento dúctil y de alta calidad con la Orquesta Sinfónica del Principado de Asturias. Otra buena aportación suya fue el acertado tratamiento de los recitativos que nacen de su acertada interpretación al clave. Sin embargo, en el trazo de conjunto de la obra faltó grandeza, o un fraseo con musicalidad más delicada que permitiese un canto más libre, con otras ambiciones. Consiguió crear atmósferas hermosas de forma puntual pero no de manera continua (buen ejemplo de lo que digo se pudo escuchar en la deshilachada obertura). Fue un lunar y no menor porque cualquier ópera empieza y termina en el foso.

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