Cosme Marina

Crítica

Cosme Marina

Un gran espectáculo

Valiente apuesta de la Ópera de Oviedo al programar el reestreno de "Il duca D'Alba", de Donizetti y Salvi

Cuando la crisis aprieta, el refugio de las casas de ópera no es otro que cobijarse en el gran repertorio, repetir los títulos más conocidos que tienen garantizado el tirón en taquilla y aguantar el chaparrón hasta que escampe. No es por ello muy frecuente apostar por recuperar obras o lanzarse a la creación contemporánea que, en líneas generales, actúan como repelentes de posibles asistentes e incomodan a los abonados insaciables ante más de lo mismo y bastante alérgicos a las novedades. Por eso hay que subrayar con energía la apuesta que, precisamente en este tiempo, ha realizado la Ópera de Oviedo por reestrenar, después de más de un siglo de su última puesta en escena en España, "Il Duca D'Alba" de Gaetano Donizetti y terminada por su discípulo Matteo Salvi. Esta labor prestigia a la fundación lírica y al Campoamor. Lo que ya no tengo tan claro es que las instituciones estén al tanto del esfuerzo que eso supone y también de la merma de ingresos que puede llevar asociada una apuesta de riesgo. A lo mejor hasta les da igual, pero esto ya es otro cantar.

Lo importante es el hecho en sí: el reestreno y que la Ópera lo abordase sin escatimar medios, con una gran producción escénica, un reparto magnífico y un trabajo musical de entidad, firmado por un maestro italiano buen conocedor de este repertorio como es Roberto Tolomelli.

El compromiso no es fácil porque la obra es irregular y se le notan demasiado las costuras entre los compositores que intervinieron en su creación. Hay pasajes muy bien definidos, frente a otros más deshilvanados y una necesaria fragmentación de estilo que, curiosamente, es más arcaizante en el material que se debe a Matteo Salvi que en el del propio Donizetti. De ahí que la faena casi de cirujano de Tolomelli, al frente de Oviedo Filarmonía, tenga enorme importancia en su búsqueda de conseguir una homogeneidad no sencilla de resolver. Quizá también por ello, su prestación mejoró según avanzó la velada, con un inicio titubeante, un tanto plano, para ir creciendo poco a poco hasta lograr resultados ciertamente estimables. Cuidó al reparto y también al Coro de la Ópera, ahora en un momento de transición, y que no tuvo precisamente su noche, con lagunas en el primer tramo, que no son habituales en una formación que nos ha acostumbrado a estándares altos de calidad. Estoy seguro de que en las tres funciones restantes hay margen de mejora.

El reparto defendió la obra con ardor e intensidad contagiosas. Da gusto asistir a interpretaciones entregadas, de carácter y garra, nada estandarizadas. El gran triunfador de la velada, José Bros, es un cantante especialmente querido por el público asturiano que sigue su carrera desde los inicios de la misma. El tenor incorporó un nuevo rol, con este Marcelo que cantó con su entrega y convicción habituales. La nobleza de su canto, ese fraseo suyo tan cuidado y esa capacidad para transmitir el estilo donizettiano de manera impecable llegaron a un pasaje cumbre en el aria "Angelo casto e bel" que obtuvo una más que rotunda ovación. Con una sensacional prestación, Ángel Ódena fue un duque de Alba de alta ambición. Ódena dio el carácter ambivalente del personaje con la idoneidad requerida. Es un rol vocalmente complejo, aunque no lo parezca en una primera audición, y lo solventó con magisterio vocal y una amplitud de medios rotunda de principio a fin. Junto a ellos la sorpresa entre el público llegó con la presentación en el Campoamor de la soprano mexicana María Katzarava. A su Amelia d'Egmont le dio entidad dramática más que sobrada y sobre ella construyó el rol con una vocalidad en la que exhibió una tesitura especialmente afortunada tanto en el registro agudo como en el medio, con anchura en la emisión, y un timbre de hermosos acentos dramáticos. Todo un descubrimiento que, a buen seguro, tendrá continuidad entre nosotros. Tanto Felipe Bou como Josep Fadó cantaron sus cometidos con la solvencia requerida, y el bajo asturiano Miguel Ángel Zapater redondeó una gran velada en el rol del Daniele, bien interpretado y servido vocalmente con eficiencia y capacidad. Ricardo Domínguez cumplió con holgura su breve cometido.

Además del apartado musical, la sesión tuvo su otro punto fuerte -y nunca olvidemos que la ópera también es teatro- en la producción procedente de la Ópera Vlaanderen firmada por Carlos Wagner, uno de los nombres más inquietos de la dirección de escena actual. Wagner opta por la abstracción del drama. Deja de un lado la cuestión historicista de la trama y busca un concepto duro y descarnado en el que va al meollo del drama: la ocupación, la guerra y los desastres y horrores que la población civil sufre a consecuencia de ello. ¿No creen que lo que en este título se cuenta no puede estar de mayor actualidad? Sólo con cambiar el nombre del protagonista de la ópera con el de cualquier caudillo, tirano o similar de nuestros días automáticamente ya funciona el juego de espejos. El trabajo actoral que imprime Carlos Wagner es magnífico y se deja ver en múltiples vetas creativas, desde la delimitación en planos de la acción, entre opresores y oprimidos o en el perfil característico de cada papel tan bien dibujado -muy rico éste en la dualidad que envuelve a los principales-. Ayuda la ambientación tenebrista -sensacional el diseño de iluminación Fabrice Kebour- y una escenografía monumental de Alfons Flores -que tantas cosas buenas ha hecho con La Fura dels Baus o con Calixto Bieito, entre otros- o el vestuario tan imaginativo, por momentos casi de cómic y complementado con el maquillaje extremo, de dos pesos pesados del mundo de la moda internacional como son A. F. Vandevorst. Esos desastres de la guerra, esas luchas en las que la religión tuvo y tiene un papel central, se exponen en toda su crudeza: en los cadáveres desnudos, en la desolación del trabajo servil hacia el que ocupa, en la organización soterrada de la resistencia, en la lucha por la vida que tantas veces conduce a la muerte. Todo ello se deja ver en esta magnífica puesta en escena. En los saludos finales se apreció alguna pierna suelta de protesta, muy suave, como un rumor de fondo frente a los aplausos mayoritarios. Está bien. Nunca llueve a gusto de todos y es bueno que así sea.

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