Tino Pertierra

Tarantino encadenado

La octava película del gran director es también la peor, un acogotador y hueco cruce de western e intriga

El talento de Tarantino es enorme. Casi tanto como su ego. El primero le permite vomitar (no uso el verbo por capricho, lo prometo) diálogos brillantes / ocurrentes / ingeniosos, y tanto se gusta en esa labor que no sabe cuándo dejar de hacerlo y pasar a cuchillo la grasa sobrante. Y en Los odiosos ocho hay mucha grasa. Sebo visual incluso, como cierto ralentí de caballos. Lo segundo, el ego, le hace incrustar sin ruborizarse en los títulos de crécito una información que debe considerar de vital importancia para los espectadores: estamos ante su octava película. Vale, y ahora qué nos ofreces Quentin. (Aviso para tarantinianos sin desmayo: seguir leyendo será odioso para ellos). Y lo que nos ofrece el hombre que hizo Reservoir dogs y Pulp fiction es más de lo mismo pero peor., una especie de magno autohomenaje a su mayor gloria. Los defectos que ya asomaban en Dyango desencadenado se multiplican (x 8) en esta interminable (¡tres horas!) autoparodia involuntaria, (re)cargada de diálogos cargantes (oh, sí, que suenan muy bien en boca de tanto actor talentoso) o monólogos de impacto súbito (el de Samuel L. Jackson, una vez más) que empieza como un western de grandes horizontes con homenaje (¿?) a La diligencia (¡!) en la aparición del "héroe" y a Sam Fuller en el uso de un Cristo crucificado bajo la nieve. Tras un alud de minutos en los que unos personajes justamente odiosos se dedican a parlotear sin descanso, hay un volantazo y pasamos a una especie de juego de usted puede ser el asesino que acaba degenerando en un Kill Bill de formato reducido, con sangría a gusto del consumidor, cabezas reventadas, desmembramientos y ahorcamientos. En fin, nada nuevo en el cine de Tarantino, pero no van por ahí los tiros contra este gatillazo. El problema de Los odiosos ocho es que todo lo que vemos ya lo vimos antes, y mucho mejor. Ahora es una versión de Tarantino encadenado a su propia marca de fábrica, como cuando el gran Peckinpah convirtió su (inicialmente) revolucionario uso de la cámara lenta en un sello banalizado y carente de significado. Los odiosos ocho, empezando por una banda sonora de Morricone que parece hecha con descartes anteriores del Maestro, es una película hinchada al servicio de la nada, por mucho que el director se esfuerce en convencernos de que está llena de grandes mensajes (la precariedad de la verdad, las cloacas del ser humano, el odio sin fin que deja una guerra...). Por supuesto, para los devotos de la fe tarantiniana hay muchos detalles semiocultos, muchas referencias en las que regodearse: buen provecho. Paladearán pequeños detalles (la chica se llama como una efímera promesa del cine que fue novia o algo así de Howard Hugues, el nombre de Jackson recuerda a un director bastante mediocre de cine y televisión, algunos actores son rescates del pasado...). No se puede negar que tiene grandes actores, que Tarantino maneja la cámara a su antojo y que hay escenas vigorosas con frases para enmarcar (las de Bruce Dern, sobre todo) pero, a diferencia del resto de sus películas, los personajes son meras caricaturas (más que rotundos arquetipos, como pretende él) no hay un solo momento memorable, no hay ese instante que se grape a tu memoria para siempre. Tarantino, el hombre que ha roto más moldes que nadie en los últimos tiempos, se ha convertido en un molde en sí mismo, vistoso por fuera y vacío por dentro.

Y ahora, si me disculpan, voy a quitarme este mal sabor de boca (si Samuel L. Jackson no me descerraja un tiro antes), volviendo a ver Jackie Brown.

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