Lo importante es amar

Elegante puesta en escena y gran duelo interpretativo en una cinta de forma clásica y fondo moderno

Lejos del cielo convirtió a Todd Haynes en un director modélico a la hora de aplicar planos calientes propios de otras épocas a tiempos modernos sin ser rancio ni quedar pasado de moda. Tras un tiempo alejado de la gran pantalla tras I'm not there (para la pequeña hizo la estimable teleserie Mildred Pierce, aunque a su estilo le va mejor la amplitud de miras del cine) Haynes repite jugada clásica a partir de una novela que la gran Patricia Highsmith publicó con seudónimo por la carga transgresora de la historia de amor lésbica que la alimentaba. Y vuelve a servirse para ello de unas hechuras que son herederas, sin pudor ni artificiosidad, de aquellos melodramas elegantes que el maestro Douglas Sirk creaba convirtiendo argumentos de culebrón en sutiles y matizadas incursiones en los territorios imprevisibles de la intimidad (sobre todo femenina). Sin embargo, hay en el trabajo de Haynes diferencias importantes con el de Sirk, sobre todo porque al director de Imitación a la vida le iba más el exceso dramático para arrancarle lágrimas al espectador. Haynes, por el contrario, no se permite esos desahogos y convierte la mesura en un elemento irrenunciable. De ahí que su película transcurra en todo momento en tono bajo, susurrante, sin desmelenarse ni recurrir a trampas sentimentales para abrumar al espectador. Ese pudor (que se manifiesta también en la escena de sexo, donde importa más la inquietud de los personajes que las fricciones de la piel) se extiende incluso al componente en principio más polémico de la historia: que sean dos mujeres las que se amen con todas las consecuencias es algo secundario, el lesbianismo se muestra con total naturalidad y sin ánimo reivindicativo, lo que no deja de ser una reivindicación en sí misma. La escena en la que las dos mujeres se conocen es toda una declaración de principios: nada de subrayados, nada de pistas sobre lo que pasa por sus cabezas. Se miran, simplemente. Una de ellas, con ese aire de Grace Kelly fina y segura pero con detalles insinuantes de vulnerabilidad. La otra, tan apocada, tan confusa. Está claro que el juego que propone Haynes, marcadamente sutil incluso en esos encuadres que acorralan a los personajes en momentos clave, no funcionaría de no contar con dos aliadas tan excepcionales como Cate Blanchett y Rooney Mara. No es una película de diálogos profundos e incisivos que se encarguen de dar complejidad a quienes los pronuncian, todo lo contrario. Eso le corresponde a las actrices con cada gesto y cada mirada. Contada, Carol no se diferencia mucho de cualquier drama amoroso del montón y su guión, salvo el circular recurso de arrancar con una escena que servirá para poner el cierre luego, no arriesga y se limita a crear el esqueleto mínimo para que Haynes y sus artistas trabajen. Tan mínimo que los personajes masculinos son muy poca cosa: ¿se lo perdonamos? En la pantalla, Carol se convierte en una lección constante de buen cine: cómo convertir la paleta de colores en una herramienta fundamental para desmenuzar los sentimientos de los personajes, cómo mover la cámara lo justo para que sea necesario, cómo recurrir a pequeños detalles para sugerir grandes roturas íntimas, cómo usar la música con sentido y sensibilidad. O cómo emocionar con un final que te deja sin palabras. Literalmente.

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