Proporcionalidad

No se anduvo Eschenbach con chiquitas a la hora de abrir el programa de este concierto, donde se pudo escuchar por primera vez en Oviedo a la Nacional Symphony Orchestra Washington -no al solista de violonchelo que ha estado aquí anteriormente- con la estruendosa obra de Christopher Rouse (1949-) "Phaethon" -literalmente brillante, radiante- compuesta para gran orquesta, con todo lo que da ésta y más, incluyendo el llamativo, "hammer", martillo, en un continuo crescendo sobre la misma base rítmica y armónica, estrepitosa y electrizante. Como no tiene texto ni programa la composición no puede "narrar", que sí describir musicalmente, la frenética carrera del carro de caballos (el Sol) de "Phaethon", en la que éste perdió el control y en la que el mismo Zeus tuvo que intervenir. El resultado es, cuando menos, impactante, y Eschenbach realizó un estupendo ejercicio de dirección a dos manos, marcando a diestro y siniestro la galopante acumulación orquestal de Rouse.

Regreso al refinamiento en la orquestación con el Concierto para violonchelo en Si menor op. 104 de Dvorak, y regreso, para interpretarlo, de un Müller-Schott al violonchelo superior, en cuyo esplendor concentra la brillantez técnica y el lirismo puro en una obra abundantemente decorada para el solista, que no descansa un instante a lo largo de sus más de 45 minutos de duración. En ella, incluso en los más trepidantes pasajes, siempre se encuentra una especie de melancolía, casi impersonal, muy elocuente. El violonchelo solista es audaz, de romántica expresividad y siempre fluye -debe fluir- con naturalidad en cada uno de sus tres movimientos. La precisión de Müller-Schott fue sobresalientemente elocuente, con pasajes limpios, siempre con una digitación precisa y un arco de eficaces recursos. ¿Algo más de sonoridad del violonchelo en algunos pasajes? Sí, pero no deslució su soberbia interpretación. Como propina interpretó "Kaddisch", de Maurice Ravel.

La orquestación realizada por Schoenberg del Quinteto con piano en Sol menor op. 25 de Brahms es absolutamente magistral. Como dijo Klemperer "suena tan bien, que ya nadie querrá escuchar el cuarteto original". No es una obra frecuente en el repertorio -y anda que no repetimos sinfonías de Beethoven-, donde sería merecedora de un sitio de honor. Una excelente versión fue la ofrecida por los americanos, orquesta templada, con grandes dosis de empatía entre secciones -no compartimos que los timbales estén colocados detrás de los contrabajos, pero sí las trompas a la derecha, contrariamente a la OSPA-, y en la que el director se mostró menos técnico, estéticamente, que expresivo, aunque tuvo recursos sobrados para demostrar que es un buen hacedor de orquestas de primer nivel. El viento madera fue muy comedido y empastado, y el metal, ¡también!, en cuanto éste se sobrepasaba, el director hacía su trabajo, entre otras cosas equilibrando el conjunto sobre la marcha. Eschenbach ponía límites a la intensidad, no como un director de gran estilo, y sí como un director con sentido de la proporción orquestal que, finalmente, y en conjunto, tuvo un resultado musicalmente proverbial.

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