"Isabel" sin Isabel

La mayor virtud de "La corona partida" es que ofrece exactamente lo que promete: una continuación de "Isabel" en talla grande (pero sin excederse con el metraje). Su generosidad presupuestaria se deja notar en la proliferación de extras y de exteriores y, especialmente, una mejora considerable en la iluminación y la fotografía. En lo demás, "La corona partida" no se sale del guión, siempre atenta a complacer a los seguidores de la serie original.

Su condición de coda de "Isabel" -o, si se quiere, bisagra entre esa serie y su poco rentable continuación, "Carlos"-, se deja notar en su pretendido rigor histórico y la propia articulación del relato, centrado en las cuitas de la corte antes que en otros menesteres y encorsetado por las dinámicas narrativas de la serie. Tan marcado es el vínculo entre ambas que la película no se detiene, siquiera, en presentar a los personajes, de sobra conocidos por los seguidores de la serie.

Antes al contrario, "La corona partida" trata de restañar la ausencia de Michelle Jenner -aparte de un previsible cameo anunciado en los créditos- repartiendo el peso de la narración entre el resto del reparto, lo que deja a alguno retratado. Porque si Rodolfo Sancho aguanta el tipo e Irene Escolar logra alambicar una Juan creíble, Raúl Mérida se la pega con todas las de la ley. El triunfador de la función no está en la terna protagonista, sino en la correcta nómina de secundarios: Eusebio Poncela, que en igualdad de condiciones se los come a todos con patatas.

"La corona partida" tiene otros puntos de interés: la asunción de la herencia del cine histórico de la autarquía, con esa narración relatada y el indispensable "tableau vivant"; el sugerente paralelismo entre los cortejos fúnebres de Isabel y Felipe; y especialmente la manera en la que se sugieren el envenenamiento del borgoñón. Una escena en la que los responsables deciden alejarse, siquiera por una vez, de los corsés autoimpuestos e "imprimir la leyenda". Y bien que se agradece.

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