Tino Pertierra

Con toros flojos, corridas flojas

Toro tiene un inicio prometedor, mil veces visto pero no por ello menos sugerente: un joven que quiere dejar una organización criminal, un último trabajo, una llamada en la oscuridad, un desenlace trágico, un billete a la cárcel. Ese primer tramo está rodado con tiento, sobre todo al presentar a los personajes y marcar las coordenadas del relato, que bucea en la vocación barroca de Andalucía, en esa fascinación por la Semana Santa, los pasos procesionales y la representación cruda del Calvario de Cristo. Pero la promesa del arranque no dura mucho, y la película del talentoso Kike Maíllo se queda bastante lejos de lo que apunta en esas primeras secuencias.

De hecho, es ya en la segunda escena de acción, una persecución que se presupone espectacular por carretera y playa, cuando comienza a percibirse la brecha sustancial entre lo que Toro pretende ser y lo que realmente logra alcanzar. Esto es: una película fallida, lastrada por un guión predecible que se recrea en ciertos clichés, por una mala planificación de las escenas de acción y con un error de casting que estaba cantado.

Hablamos, por supuesto, de Mario Casas. Cuesta imaginar a un actor menos apropiado para el papel: un sicario brutal e iracundo, que se aferra a un añejo código de honor como último clavo ardiendo antes de caer en la oscuridad. Sencillamente, no da el papel.

Sus compañeros le hacen pagar el peaje. José Manuel Poga le saca los colores cuando comparten plano, pero Tosar y Sacristán, directamente, se lo comen. El primero, en su línea de excelencia, crea un pícaro casposo y memorable, mientras el segundo llena la película con un villano de excepción, que combina la devoción mariana con el apetito carnal y no duda en mancharse las manos, ya sea tallando vírgenes o usando el punzón para otro tipo de tareas.

No sería justo achacar a Casas, en todo caso, todos los problemas del filme. El uso de la iconografía religiosa, sugerente al inicio, deriva en una hipertrofia en el tramo final, cuando la mezcla entre la superstición, la imaginería barroca y el esperado brote de violencia lleva el filme hasta las mismas fronteras del "kitsch".

En el debe del cineasta, además, hay que situar las arrítmicas escenas de acción. Ninguna tan expresiva como el asalto final del protagonista a la fortaleza de su enemigo, confusa y mal resuelta, y con un nulo aprovechamiento de un espacio de gran carga simbólica y estética. En un escenario similar y con un punto de partida análogo, Prachya Pinkaew y Tony Jaa filmaron un plano secuencia magistral en The Protector (2005). Supongo que era pedir demasiado.

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