Saúl Fernández

Duelo y luto de sangre

William Shakespeare pasó por el mundo para el explicar el mundo. El poeta británico W. H. Auden lo dice a su manera: "Se ha señalado que los críticos que escriben sobre Shakespeare revelan más sobre sí mismos que sobre Shakespeare, pero tal vez sea el gran valor del teatro shakespeariano: que a pesar de lo que un espectador pueda ver desarrollándose en el escenario, el efecto último que ejercerá sobre él será siempre una autorrevelación". Promover la autorrevelación es virtud insospechada y sólo al alcance de unos pocos. Shakespeare es uno de ellos. Lleva cuatro siglos viviendo con las Musas y no pasa el tiempo por su talento. Los espectadores que casi llenaron el Centro Niemeyer antes de anoche lo vivieron con certeza inusitada.

El viernes pasado el "Hamlet" de Miguel del Arco fue una celebración de aplausos, congojas y penas. Israel Elejalde (Hamlet) se transformó en un príncipe lleno de penas, en un hijo sin padre ahogado por neurosis que llegan con las ausencias repentinas. La tragredia es un grito profundo, un duelo sorpresivo y un fracaso en el regreso al mundo. Lo otro (las espadas, las luchas palaciegas) fueron bandejas en que servir la tragedia de los desiertos del alma. "Así empieza lo malo y lo peor queda detrás", grita el príncipe como una prefiguración de sí mismo.

La tragedia de antes de anoche se presentó al mundo -paradójicamente- en un madrileño teatro de la Comedia recién remozado. El trabajo de Elejalde se llevó aplausos y admiraciones y aquellos y estas se revitalizaron sobre la escena del Niemeyer. Eduardo Moreno propone una escenografía de cortinas en rieles y también alguna proyección. Y así, sólo con eso, el escenario es el barco en que Hamlet viaja a Inglaterra o es también la habitación donde el amor se escapa y se alucina. El "Hamlet" de Del Arco es un "Hamlet" entre tinieblas. Las sombras desconciertan. Sobre todo, las generadas por Juanjo Llorens.

Del Arco, tan apegado a Avilés (estrenó en el Palacio Valdés su obra maestra: "Misántropo"), deconstruye el primer canto de la obra del bardo inglés, lo recoloca. Los fantasmas son sueños. Del Arco es un director apegado a la realidad y los espectros están fuera de cuadro. También lo está la declamación de versos con acento porteño, que uno no encuentra explicación para ello. Pero son cosas menores. Lo bueno empieza cuando los versos de "Hamlet" se graban en la memoria de los espectadores. Y eso pasó. Lo prometo.

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