Crítica / Música

Elocuente réquiem

En origen esta Grande Messe des Morts fue un réquiem político, para conmemorar la revolución de 1830 -Berlioz no era muy religioso y eso puede incluso percibirse en la obra-, y por motivos políticos fue cancelado, así que el compositor tuvo que buscar él mismo la ocasión para poder amortizar artística y económicamente su trabajo, lo que sucedió finalmente en un funeral de estado en 1837 en Les Invalides de París. Espectáculo musical de grandes dimensiones para la escucha en Oviedo de este opulento Réquiem de Berlioz. Berlioz no escatima efectivos, y así lo exige para la interpretación de una composición en la que, paradójicamente, no se deja arrastrar tan fácilmente por la ampulosidad -como ejemplo la efectividad del Hostias-, lo que sugiere un ejercicio, también, de contención. La propuesta del compositor consta de 210 voces para un coro con sopranos, tenores y bajos (aquí unos 100), 105 instrumentistas de cuerda (aquí 52), 12 trompas (aquí 6), la mitad en los cuatro grupos de metales, etc., con lo que la versión presentada en el Auditorio rondó el cincuenta por ciento de los efectivos indicados en la partitura, lo que indudablemente resta grandiosidad.

La no separación espacial de los cuatro grupos de metales que deben colocarse esquinados, y no como aquí en fila detrás del coro, produce un refuerzo del sonido que emiten, todo lo contrario de lo que pretende la espacialidad como elemento relevante, esencial. Espectacular sería en este aspecto, el comienzo y prácticamente el final del Tuba Mirum. Habría incluso otra cuestión, más simbólica si se quiere, la concepción religiosa de la propia disposición en forma de cruz en estos grupos de metales; aun más, la concepción del espacio arquitectónico donde que se interpreta como un espacio sagrado en su totalidad, y cuya fuente sonora es, en este caso, pluridireccional. Es simbolismo, es plasticidad, es espacialidad. Es innegociable.

El coro de este Réquiem es a tres voces, sin altos. Delicadas intervenciones de los tenores al cantar en una tesitura nada cómoda, casi siempre en lo que se denomina la zona de paso, determinan que estuvieran más expuestos en cuanto a la homogeneidad del timbre que sopranos o bajos. En los pianos y pasajes a capella el Donostiarra es un orfeón muy sólidamente compactado, de bellísima sonoridad, y se crece -a pesar de que en algunos momentos algo más de coro, incluso con esta orquesta, pudo echarse en falta- en los fortes, en la sonoridad plenas, en la redondez de la amplitud del fortísimo, ahí el Orfeón Donostiarra impacta, ahí marca distancias. Certera, con el apropiado color vocal y emisión, fue la intervención del tenor por Saimir Pirgu. La dirección de Tugan Sokhiev fue siempre clara y precisa, especialmente atenta al coro. Quizás faltó un poco de pura expresión, donde un simple gesto crea el espacio apropiado para que la música se exprese por ella misma y el silencio pétreo. Silencio absoluto al final de la interpretación ¿qué hay después de la muerte? Ante el hierático Sokhiev alguien quedó con el gesto preparado de la primera palmada petrificado. Elocuente.

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