Un testamento

Rappeneau retorna al cine con un filme ligero que suena a despedida y en el que brilla Marine Vacth

A Jean-Paul Rappeneau se lo tragó la tierra hace trece años. Guionista de largo recorrido, sus eventuales incursiones tras la cámara habían propiciado un puñado de buenas películas y, especialmente, la muy estimable Cyrano de Bergerac. Pero en 2003, tras filmar Bon voyage y fracasar en el intento de rodar una película en Asia, desapareció del mapa. Su regreso, con esta Grandes familias, no alcanza el nivel de sus mejores filmes, pero no carece de interés. Película profundamente confortable, que alterna momentos de comedia ligera con una vocación romántica, en el filme se percibe con nitidez cierta reflexión autobiográfica del propio Rappeneau, empezando por la conexión asiática del protagonista, en un eco evidente de aquel proyecto frustrado.

La añoranza de la juventud, común a todos los personajes, tiñe todo el filme de un tono premeditadamente nostálgico, profundamente proustiano. A falta de magdalenas, los personajes hincan el diente a una casa señorial, objeto de deseo de los especuladores urbanísticos y terreno de juego y descubrimiento para dos seres que de niños, en distintos momentos, corretearon por sus pasillos y que, ya adultos, se encuentran, colisionan, en sus habitaciones.

Así, Grandes familias es, ante todo, un esbozo de testamento cinematográfico de su director, una manera de hacer las paces con su pasado, como también lo intenta su protagonista. A los espectadores nos lega un entretenimiento digno, alguna secuencia especialmente lucida como la del concierto y, sobre todo, la belleza eterna de Marine Vacth, fotografiada con el mismo amor con el que, años atrás, Cyrano velaba por Roxane.

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