"Ten piedad de mí, Dios mío, contempla mi llanto; mira mi corazón y mis ojos, que lloran amargamente ante Tí". Son versos de Picander sobre el texto del apóstol, cantados por la contralto en la segunda parte de La Pasión según San Mateo de Bach. Quien haya elegido este lacerante "Erbarme dich, mein Gott" entre las músicas que sonaron en el sepelio de Gustavo Bueno, sabía sin duda más del filósofo que sus amigos y discípulos. El "ateo católico", como él se describía, fue un apasionado de Bach y sentía su genial oratorio luterano como fuente de inspiración. Así me lo dijo en uno de los -pocos, por desgracia- encuentros que tuvimos.

En los años universitarios, mi Facultad no era la suya pero asistí a un seminario abierto impartido por él, "Crítica de la razón económica", cuyos resúmenes en ciclostil conservo más de cincuenta años después como muy preciada guía de opinión. Al conocer su fallecimiento, me vinieron a la memoria tres instantes que refiero sin más pretensión que la anecdótica. Una de sus alumnas, buena amiga mía y estimable pianista, escribió un ensayo sobre temas estudiados en clase. Pidió al maestro que lo leyera y la citó en su casa. La acompañé hasta la puerta y esperé. Al llegar se mostraba pletórica de esperanza. A la salida me contó, desconcertada y nerviosa, que la había invitado a tocar fugas de Bach mientras leía. Ya agotaba el repertorio cuando don Gustavo se acercó al piano para decirle, muy cariñosamente: "Hágame caso y dedíquese a la música". Pasaron años antes de que mi amiga, sumida en la duda, entendiera no haber recibido un elogio como pianista sino una sana advertencia como presunta filósofa.

En aquel tiempo, casi todos leíamos ávidamente los libros de Albert Camus. Durante un coloquio en el club universitario de la calle Uría, el maestro se acaloró negando que el gran escritor fuera un filósofo. Entre otros argumentos, incidía con vehemencia en que no había creado un "sistema" ni mostraba interés en intentarlo. Describió lo que es un sistema de pensamiento y a partir de ahí seguimos admirando a Camus como ensayista y novelista.

Años más tarde, en pleno auge de Asturias semanal, hice al alimón con Juan de Lillo extensas entrevistas a los notables del Principado y los visitantes más atractivos. Nos "arriesgamos" con don Gustavo y llevamos una grabadora para no perder palabra. La transcripción fue extenuante y hubimos de apelar al consejo de Juan Cueto para no meter la pata en la necesaria síntesis periodística. Cuando salió la edición, el entrevistado me llamó con aparente entusiasmo por el resultado: "Lo entendí hasta yo". Dando vueltas a estas palabras, llegamos a la conclusión de que el elogio tenía mucho de ironía.

Guardo entre mis libros numerosas obras del maestro, reabiertas tesoneramente en lucha con la complejidad de las ideas y las dificultades del lenguaje. Cuando creo entenderlo, es como una iluminación. Y desde la modestia de un simple lector, pienso que fue y es el más grande de los pensadores de su tiempo. Mi amigo y colega José Manuel Vaquero me cuenta los cursos a los que asiste en la Fundación Gustavo Bueno y excita mi envidia ante una de las iniciativas que honran y diferencian a Oviedo en el mapa de la cultura española. Ojalá le sobreviva por tiempo indefinido.