Entre los 56 relatos y cuatro novelas que componen el canon holmesiano (o sherlockiano), destaca una historia de título extravagante y asombroso desarrollo: "La liga de los pelirrojos". Como recordarán, Holmes y Watson llegan al caso a través de un taheño prestamista que, alertado por un anuncio del periódico, acaba trabajando para una misteriosa organización, la citada "liga de los pelirrojos". Un empleo que, en realidad, no es sino un creación de un grupo criminal para alejar al prestamista de su negocio y poder así excavar un túnel para desvalijar un banco cercano.
Esa misma premisa es la que Rodrigo Grande utiliza para lanzar Al final del túnel, aunque la herencia de Conan Doyle aparece enmascarada por inequívocas referencias a Poe y Hitchcock. Del primero, el cineasta argentino coge el escenario: una lóbrega mansión, con cuartos clausurados y rincones oscuros, en la que los fantasmas del pasado toman forma en añejas fotografías y las marcas olvidadas que dejó el crecimiento de una niña en el marco de la puerta. Del segundo, Grande toma a su protagonista: un hombre invalido, anclado en una silla de ruedas, y al que una banda de criminales sacará de su rutina al iniciar la excavación de un túnel, precisamente para robar un banco, bajo su propia casa.
Si a estas evidentes herencias se añade un reparto que, a primera vista, no entusiasma, Al final del túnel podría no ser la alternativa más apetecible de la cartelera. Mas, casi diríamos que contra pronóstico, el filme funciona y engancha desde un primer momento, gracias especialmente a un cineasta que se emplea con intensidad y es capaz de mantener la tensión durante dos horas de función que nunca pesan al espectador. Algo que logra manejando con inteligencia las escenas de acción, los contados brotes de violencia y, especialmente, esa cámara oculta que sirve al "indiscreto" inválido para espiar a sus criminales vecinos.
