Tino Pertierra

Buenos días, tristeza

Allen derrocha sabiduría en una obra de compleja sencillez, muy bien interpretada y visualmente espléndida

Los genios tienen estas cosas: cuando más ligeros parecen más cargas de profundidad puede haber en sus trabajos. Y Café Society, sin alzar nunca la voz y casi a escondidas, Woody Allen rueda una pequeña gran película que parece el borrador de su testamento cinematográfico. Porque hay en sus imágenes (un trabajo bello, bellísimo de Vittorio Storaro) un cruce de destinos donde conviven ecos de muchas de sus películas, empezando por Annie Hall y con paradas en las estaciones de Manhattan, La Rosa Púrpura de El Cairo o Delitos y faltas. Entre otras.

Pero no es una propuesta egocéntrica y autocomplaciente. Al contrario. Bajo la apariencia de una comedia sentimental de ramaje triste, Café Society es una evocación a la inversa de "La Rosa Púrpura": si allí había un conflicto entre la verdad de la ficción y las mentiras de la realidad, aquí la pugna se establece en el territorio de los sueños. De lo que buscamos, de lo que encontramos, de lo que perdemos, de lo que dejamos pasar. De lo que nos pesa. De la melancolía irreductible que llega la noche de fin de año cuando el reloj marca las horas del tiempo perdido, de los amores rotos o heridos. Su película tiene las trazas de una novela, narrador incluido. Allen homenajea al mundo del cine de los años 30 por el que siente un candorosa nostalgia (algunos espectadores se pueden perder en el baile de nombres de directores, estrellas y productores) porque, como queda claro en el guión, aquel Hollywood era un lugar cruel donde el glamour ocultaba solo mezquindad, miseria y fracasos aplazados. Pero también rinde homenaje al Nueva York que hace de contrapunto vital (o letal, si topas con mafiosos de cemento armado). La irrealidad de Los Angeles frente a la realidad de los infiernos. ¿Es casualidad que se repita el famoso plano de arranque de Manhattan, esta vez a todo color? Los buenos lectores de buena literatura norteamericana reconocerán en algunos aspectos la voz narrativa de Scott Fitzgerald, y también de Theodore Dreiser: hermosos y malditos, pequeñas tragedias americanas de quienes buscan un lugar en el sol al precio que sea, incluso traicionando sus propios principios. Pero Allen, ochenta años sabios y comprensivos le contemplan, no termina hundiendo a sus personajes en el fango ni los condena a la mala suerte. No hay amargura en Café Society, solo una apacible tristeza que inunda los ojos de la pareja protagonista y los hace cómplices de un sentimiento aturdido y fatalista, pero de alguna manera honesto y sincero. Todo eso queda claro en el magistral tramo final donde los primeros planos y los movimientos circulares de cámara adoptan las funciones de los adjetivos y los adverbios que los escritores citados manejaban con destreza poética. Hay cosas que sobran, es cierto, y Allen se podría haber ahorrado colar en personajes secundarios sus bromas ya muy vistas sobre la religión y la muerte, y a la parte de los gangsters le falta un hervor. Y es unapena que Steve Carell sustituyera a Bruce Willis ya empezado el rodaje porque, aunque no lo hace mal, le falta ese toque carismático y guasón que haría más creíble la relación con Kristen Stewart. Que está perfecta y desnuda las contradicciones de su personaje con una simple mirada o una sonrisa que se desvanece. Y Jesse Eisenberg, lejos de imitar a Allen como han hecho otros actores que heredan papeles que él ya no puede hacer, construye un personaje de contagiosa vitalidad, de honestidad no exenta de sombras, de pasión sincera y dudas pletóricas, alguien con las ideas muy claras por confundidos que estén sus sentidos. Que miente, como todos, pero no hace daño. Como casi nadie.

Ahora vendrán los que dicen que Allen (bastantes obras maestras y grandes películas después) está acabado y que Café Society es menor y olvidable. Algunos no la olvidaremos fácilmente. Gracias, Woody: te debo otra.

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