La ley del deseo

Inmensa Huppert en un Verhoeven más ácido que nunca

Apostaría mi colección completa de películas de Sam Peckinpah a que Paul Verhoeven, cercano ya a los 80 tacos, se está riendo por lo bajini viendo la entusiasta recepción crítica que está teniendo su Elle, rodada en Francia muy a la francesa después de pasar diez años sin poder empalmar un plano. Verhoeven es ese señor holandés que enamoró a Hollywood cuando facturaba sus títulos más impersonales (Instinto básico, Robocop, Desafío total...) con incuestionable oficio y no poca mala uva, pero que cayó en desgracia cuando le dio por reírse de la sociedad americana en su cara con esa parodia del fascismo que fue Starship troopers y esa salvaje demolición del mundo del espectáculo y sus farsantes inquilinos que fue Showgirls. Acabaron acusándole de ensalzar justo lo que ponía a caldo. Con Elle ajusta cuentas con todo el mundo sin preocuparse por el qué dirán o el qué pasará luego.

Y por eso adopta las maneras secas y burlonas de Claude Chabrol (tan bromista que cuando le llevaron tras un infarto al hospital se carcajeaba bajo la máscara de oxígeno) para empalmar géneros jocosamente sin desarrollar ninguno y colocando entre la espada y la pared cualquier atisbo de moralina o pensamiento políticamente correcto. Podría ser sólo una historia de violación y venganza. O un thriller donde cualquiera puede ser el criminal. ¿Una comedia negrísima? ¿Un vodevil de cuernos? ¿Un retrato despiadado de los secretos y mentiras que anidan en las familias? ¿Un ataque frontal a esta sociedad tóxica donde los videojuegos se han convertido en una forma de subconsciente colectivo? Sí, sí, todo eso y más, sin faltar incluso una variante en la que aparece el padre de la protagonista como monstruo cuya sombra la estigmatizará para siempre. La niña de las cenizas. Con todo ese revoltijo de ideas, tramas y planteamientos, Verhoeven se ríe de la suciedad anónima y, curiosamente, eso es lo que hace que nos tomemos tan en serio su radical propuesta (a la que, por cierto, no le hubieran venido nada mal unos tijeretazos en el montaje). Y es que al final de la áspera función lo que perdura en la memoria es una profunda sensación de desasosiego, la que rodea a ese personaje -interpretado al borde de la perfección por Huppert- que no esconde en ningún momento su egoísmo, su crueldad incluso, su alergia a la hipocresía, su sinceridad brutal, su absoluta falta de empatía con los demás, incluida su madre. Hay quienes ven en Elle una banalización de la violación, pero Verhoeven no es Almodóvar: el hecho de que su protagonista no sólo no parezca afectada por haber sido ultrajada, sino que termine sintiéndose atraída por su asaltante encaja perfectamente con el perfil psicológico de una mujer que puede sentir ternura por un gorrión atacado por su gato, pero que es incapaz de compadecerse de sí misma. Sólo quería acostarme con alguien, argumenta al reconocer que se ha liado con el marido de su mejor amiga. Eso es mezquino, le dicen. Peor que eso, responde, en un psicoanálisis instantáneo que la deja expuesta al desprecio ajeno pero también a la comprensión. Extraordinario personaje, pues, seguramente uno de los papeles femeninos más complejos, provocadores y radicales de los últimos tiempos, rodeada como está de hombres estúpidos o pusilánimes, inseguros o cobardes, y capaz de manejar sus emociones y sentimientos a su antojo para dominar el deseo y convertirlo en poder.

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